"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

miércoles, 1 de agosto de 2012

DON AGUSTÍN DE ITURBIDE. EL TRÁGICO DESTINO DEL LIBERTADOR DE MÉXICO: Por Alfonso Trueba Olivares (revisión, comentarios y actualización por el doctor Juan Bosco Abascal Carranza).

Coronación de Iturbide
HONOR A QUIEN HONOR MERECE. QUINTA ENTREGA.
 
Las elecciones.
 
Celebráronse las elecciones del congreso, según lo previsto, y la dirección de, ellas estuvo a cargo de esa o poderosa, subyacente organización secreta. Carlos María Bustamante dice: "Las elecciones en su mayoría fueron buenas, porque las hizo el pueblo y no los partidos, PUES AUNQUE YA ENTONCES ESTABAN PLANTEADAS LAS FATALES COLUMNAS DE ESCOCIA, LOS DE ESTA SECTA AUN NO ESTABAN DESENMASCARADOS, Y OBRABAN A SOMBRA DE TEJADO".
 
 El Dr. Mora revela: "Se corría gran riesgo de que las elecciones fueran en el sentido del retroceso... Los que representaban el progreso admitieron, sin ser ellos mismos masones, la cooperación y los ofrecimientos de las logias, y éstas... lograron en las elecciones una mayoría bien pronunciada". 
 
Alamán, luego de apuntar que entre los electos había personas muy estimables, dice que "fueron también elegidos algunos europeos, muchos de los antiguos insurgentes y no pocos jóvenes poseídos de las teorías más exageradas en materia política que hicieron entonces el aprendizaje de legisladores, y después han regido los destinos de la república en los más elevados puestos. La mayoría de los nombrados profesaban ideas liberales... y eran contrarios a Iturbide, que no estaba en aquella reunión con muchos partidarios". 
 
El desfavorable juicio del historiador Cuevas sobre esa asamblea está expresado en los siguientes, ásperos términos: "por jóvenes unos, por pobres otros, por fuereños los más y todos por esa relativa ingenuidad de provincianos, eran materia dispuesta para ser manejada por 3 ó 4 veteranos que en efecto se los acapararon". 
 
Podríamos describir a los integrantes del flamante congreso con estas palabras que Menéndez y Pelayo empleó para describir a sus colegas del otro lado del mar: "baldío tropel de abogados declamadores y sofistas de periódico... aprendices de conspiradores y tribunos, y aspirantes al lauro de Licurgos y Demóstenes en la primera asonada”. 
 
Según Iturbide, "no se buscaron los hombres mas dignos. Bastaba que el que había de elegirse fuese mi enemigo o tan ignorante que pudiese ser persuadido con sólo uno de los requisitos ya nada le faltaba para desempeñar encargo tan sagrado como el que iba a conferírsele. Se verificaron pues las elecciones y resultó un congreso tal cual se deseaba por los que influyeron en su nombramiento. Algunos hombres verdaderamente dignos, sabios, virtuosos de acendrado patriotismo, fueron confundidos por una multitud de intrigantes, presumidos y de intenciones siniestras; aquellos disfrutaban de un concepto tan general que no pudieron las maquinaciones impedir que tuviesen muchos sufragios a su favor". Agrega que, entre los diputados, "los había tachados de conducta públicamente escandalosa, los había procesados por cause criminal, los había quebrado, autores de asonadas, militares capitulados que despreciando el derecho de la guerra y faltando a su palabra, habían vuelto a tomar las armas contra la causa de libertad”. 
 
Instalación del Congreso.
 
En medio de grande solemnidad se instaló el congreso el 24 de febrero de 1822. Los diputados, en número de 102, después de jurar en catedral, se reunieron en palacio. En la ceremonia de instalación, Iturbide señaló al congreso sus deberes con estas palabras: V. M. Será el antemural de nuestra independencia que se aventuraría manifiestamente destruida la unidad de sentimientos; será el protector de nuestros derechos, señalando los límites que la justicia y la razón prescriban, y la libertad, Para que ni quede expuesta a sucumbir al despotismo, ni degenere en licencia que compromete a cada instante la pública seguridad". 
 
Poco después, a proposición de Fagoaga, se hizo esta declaración: “La soberanía nacional reside en este congreso constituyente” y lo que significaba que la soberanía no radicaba ya en la nación, sino en la asamblea representativa, la cual, por lo mismo, era superior a toda la ley, De esta manera quedó establecido el absolutismo digamos democrático. 
 
Un suceso vino a sacar a luz la enemistad de los diputados hacía el Libertador. Presentándose este al congreso, sin saber nada acerca del ceremonial que había acordado para recibir a la regencia, y acostumbrado como estaba a tomar el primer lugar en la junta, hizo lo mismo y tomó el sillón a la derecha del presidente. Entonces Pablo Obregón, diputado por México, de familia rica, de familia rica,"y hombre de malas entrañas que acabó suicidándose en Washington, lleno de entusiasmo por el decoro de la representación nacional, reclamó el asiento debido a su presidente. Iturbide, sufriendo en silencio el desaire, desocupó el sitio y tomo el de la izquierda. En seguida prestó el juramento de reconocer la soberanía de la nación representada por el congreso y obedecer sus leyes y decretos.
 
Lucha cerrada.
 
El congreso constituyente no se ocupó de escribir un renglón de la ley fundamental que debió expedir, gastó el tiempo en asuntos que no le incumbían, y sobre todo en hacer la guerra a Iturbide. 
 
Especialmente se propuso negar a la Regencia, presidida por el generalísimo, los recursos necesarios para la administración pública y más urgentemente para sostener el ejército. 
 
Por el mes de marzo se publicó un papel con este título: Ya el hambre a los militares obliga a dejar la empresa, y a propósito de él lanzo Iturbide un manifiesto en el que exponía la situación. Después de informar que obraban en su secretaría 36 representaciones de jefes militares sobre la escasez que sufrían las tropas dice: "A los jefes militares, a la Regencia ni a mí es dado establecer sistemas de hacienda, ni decretar los medios que las naciones adoptan para contar con fondos que alcancen a cubrir sus atenciones: ES ATRIBUCIÓN DEL PODER LEGISLATIVO, y este está ya tratando de desterrar entre nosotros la miseria”. 
 
¡Ingenuo Iturbide que pensaba que debían respetarse las atribuciones del congreso! ¡Ingenuo porque esperaba que aquel conjunto parlante y bullicioso velase por el bien de la nación! No pudo entender, como se entiende tan claramente ahora, en estos tiempos de absolutismo presidencial, que el congreso, como lo fue en la época de Porfirio Díaz, de Obregón, Calles, Cárdenas, Alemán, etc., no debe ser sino un ornamento más o menos vistoso de la democracia en países como México; que el jefe de la nación es, el que debe mandar, para que las cosas marchen más o menos bien, y que el congreso debe estar sometido a sus órdenes, de manera incondicional y absoluta. 
 
Por eso, porque creía en la respetabilidad de la representación nacional, porque tenía fe, ingenua fe en las instituciones recién estrenadas, bajo el supuesto falso de que los representantes amaban a su país y solo deseaban su bien, se vio arrastrado el Libertador a una situación de violencia. 
 
"El soldado no come, el oficial perece, el armamento se destruye, los caballos se mueren; si no se provee el ejército de caudales, las causas naturales solas aniquilan en 3 días", decía Iturbide en una exposición al congreso, confiando en que este proveería. Pero el congreso estaba ocupadísimo en intrigar y no tenía tiempo de atender las peticiones del generalísimo. Mejor dicho: estaba resuelto a no atenderlas, para que, como decía el papel, el hambre obligará a los militares a dejar la empresa, y a volverse contra el propio Iturbide. Esta era una parte del plan. 
 
A principios de abril, Iturbide denunció al congreso un intento de contrarrevolución hecho por las tropas españolas capituladas, y presentó documentos. En ocasión de esto se suscitaron escenas violentas. Iturbide dijo que había traidores en el congreso y en la Regencia, y como los documentos que presentó no acreditaban este cargo, el diputado Eduardo dijo solemnemente y en alta voz: "Señor, César ha pasado el Rubicón", y esta frase impresionó mucho, dice Alamán, "aunque la mayor parte de los diputados no sabían que cosa era el Rubicón, ni para que lo había pasado César". 
 
Sin otro objeto que el de molestar al generalísimo, el Constituyente, acordó remover de la Regencia a los iturbidistas Pérez, Bárcena y Velázquez de León, que fueron sustituidos por Nicolás Bravo, Heras Soto y Miguel Valentín. Contra estas intrigas reaccionaron algunos diputados, de manera que empezaron a definirse los partidos en el seno del cuerpo legislativo. 
 
Laboratorio de intriga, depósito de odio a Iturbide, taller de calumnia, maquina de desprestigio y fuente de conspiraciones eran las logias, los tenebrosos monipodios escoceses. Ahí "se acordaba lo que en las cámaras debía aprobar la mayoría", según el diputado José María Bocanegra. Ahí se hablaba de asesinar a Iturbide: en una reunión masónica a la que asistió Zavala, un exaltado coronel gritó que si faltaban puñales para libertarse del tirano, él ofrecía su brazo vengador a la patria. En otra logia presidida por el coronel español Antonio Valero -"primer ventrílocuo que hubo en México", según el apunte curioso de Alamán-, se tomó el acuerdo de asesinar a Iturbide; éste, que tenía aviso por sus espías de lo que pasaba en las logias, se enteró del acuerdo y lo divulgó, frustrando con ello su ejecución. 
 
Iturbidismo delirante. 
 
En estas circunstancias llegó a México la noticia de que las Cortés españolas habían declarado nulo el legítimo el tratado de Córdoba. Entonces, "los borbonistas quedaron desconcertados y se pegaron a los republicanos y antiguos insurgentes, que dirigidos y organizados por las logias masónicas, comenzaron a hacer llegar al congreso peticiones en favor de una república como las de Colombia, el Perú y Buenos Aires. MAS NO ERA ESTE EL SENTIMIENTO PÚBLICO; la exaltación contra España, un sentimiento inmenso de júbilo porque la repulsa de las Cortes había dejado al Imperio dueño de sí mismo y le había dado una carácter nacional, rompiendo la última liga posible con la metrópoli; un deseo vehemente de retar el poder de Fernando VII, poniendo frente a el un monarca nacido del movimiento mismo de la Independencia ERAN LOS CARACTERES DE LA OPINIÓN DOMINANTE Y AVASALLADORA. Iturbide aparecía más que nunca ante las multitudes como un guía y como un faro: era el orgullo nacional hecho carne", esto dice don justo Sierra”. 
 
Iturbide refiere el desarrollo de los sucesos en los siguientes términos:
 
 "El congreso llegó a ser el oprobio del pueblo y caer en un estado de objeción y abatimiento. Los papeles públicos le zaherían y aun algún diputado escribió manifestando su parecer, que era el de que el cuerpo debía reformarse. Era visto, pues, que el objeto de los que daban movimiento a aquella máquina no era otro que el de ganar tiempo y engañarse recíprocamente hasta encontrar la ocasión que ocultamente trabajaban, para dejar caer la máscara., A pesar de la astucia que emplearon, y la simulación con que procuraron manejarse el pueblo y el ejercito traslucieron intenciones. 
 
“Por el mes de abril de 22 ya se notaban agitaciones que amenazaban anarquía: un hecho público, escandalosamente manejado, descubrió la hipocresía. El congreso depuso a 3 regentes, dejando sólo uno, reputado enemigo mío, para reducir mi voto a la nulidad en el poder ejecutivo; no se atrevieron a deponerme temiendo ser desobedecidos por el ejército y el pueblo, entre quienes sabían el concepto que disfrutaba... Después de este paso quisieron aventurar otro, presentando la comisión encargada un reglamento para la regencia en el que se declaraba incompatible el mando militar en un miembro del poder ejecutivo: les tenia recelosos que tuviese a mí disposición bayonetas; era muy natural el miedo en hombres de su especie. Este reglamento, aunque no se llegó a aprobar por falta de tiempo, no dejó duda de los tiros que se me asestaban, y fue el que apresuró el suceso del 18 de mayo. A las diez de la noche de aquel día memorable me aclamó el pueblo de México y su guarnición Emperador. Viva Agustín I fue el grito universal que me asombró, siendo la primera vez de mi vida que experimente esta clase de sensación". 
 
La verdad es que el movimiento en favor de la proclamación de Iturbide había tenido antes varias manifestaciones. Dos días después de la entrada del ejército Trigarante a México, José Joaquín Fernández de Lizardi, El pensador mexicano ("hombre de grande ingenio, pero de poco peso en la cabeza", según Bustamante), publicó un artículo en el que proponía que Iturbide fuese coronado emperador. "O emperador o nada -decía-; y si no es V. E. emperador, maldita sea nuestra independencia. No queremos ser libres si V. E. no ha de estar al frente de sus paisanos. La América no es una nación fatua, no es una nación bárbara ni ingrata, desea recompensar vuestros servicios, y no quiere sino que seáis quien empuñe el cetro de su gobierno". 
 
El mismo día de la entrada del ejército, el coronel Juan Codallos, del Fijo de México, tenía un acta firmada por todos los oficiales del regimiento para la proclamación de Iturbide Emperador. Hasta entonces el generalísimo había podido contener a los que pretendían su coronación. 
 
Cambiaron las circunstancias. La declaración de, nulidad del tratado de Córdoba y la actitud del congreso habían creado un caudaloso, arrollador movimiento de opinión favorable a Iturbide. Y este movimiento lo arrastró, sin que pudiera resistirlo. 
 
“Evadir la admisión de un destino...".
 
A las 10 de la noche del 18 de mayo de 1822, el sargento Pío Marcha de regimiento de Celaya hizo tomar las armas a las ropas acuarteladas en el ex-convento de San Hipólito y se lanzó en ellas a la calle al grito de ¡Viva Agustín Primero, Emperador e México! 
 
Lo mismo hicieron las demás tropas de la guarnición, que fueron secundadas por el pueblo. El coronel Rivero, ayudante de Iturbide, entró en el teatro e hizo proclamar emperador al Generalísimo. 
 
La capital se iluminó. Los balcones se adornaron y se población de gentes que respondían a las aclamaciones del pueblo que ocupaba las calles. La música militar, los cohetes, los disparos de fusil y los repiques de campanas expresaron el júbilo general. No hubo una persona que manifestase desagrado. 
 
Iturbide jugaba tresillo en su casa de la calle de San Francisco, con sus, amigos Negrete, Herrera y otros cuando estalló el pronunciamiento. Lo primero que intentó fue manifestar su repugnancia a la corona que se le ofrecía, según él mismo refiere. Llamó a los otros regentes, a varios generales y diputados y al presidente del congreso. Todos le aconsejaron que cediese a la voluntad general y que convocara al congreso. Para agradecer al pueblo sus aclamaciones y pedirle que esperase la decisión que tomará el Constituyente, salió Iturbide varias veces al balcón de su casa. 
 
Los generales, jefes y oficiales de la guarnición firmaron a las 3 de la mañana una petición dirigida al Congreso para que deliberase sobre su pronunciamiento. A las 4, el ministro de la guerra dirigió al presidente del Congreso una comunicación en la que le rogaba que citara a éste a una sesión extraordinaria. Ahora bien, es indudable que lturbide quiso rechazar la corona que se le ofrecía, Es indudable que la repugnaba. Los que dicen lo contrario nunca han podido demostrar que Iturbide la procuró, ni que la aceptara con gusto. En cambio, el desarrollo mismo de las cosas prueba que contra su voluntad admitió esa corona. Así lo reconoce el biógrafo Robertson, no obstante que considera ambicioso a Iturbide, cuando dice que la repugnancia que expreso el Libertador no parece enteramente simulada. 
 
Tiene derecho Iturbide a que creamos en la verdad de su relato sobre lo que pensó y decidió al verse aclamado emperador. Y debemos creerle porque no hay motivos para dudar de su veracidad y porque los hechos comprobaron esa verdad. 
 
Dice Iturbide que su primer intento fue rechazar la corona; pero que cedió a los consejos de un amigo. "Hube de resignarme a sufrir esta desgracia, que para mí era la mayor –agrega- y empleé toda aquella noche la de su proclamación), fatal para mí, en calmar el entusiasmo, en preparar al pueblo y a las tropas para que diesen lugar a decidir y obedecer resolución del congreso, única esperanza que me restaba. Salí a hablarles repetidas veces, ocupando los ratos intermedios en escribir una pequeña proclama que hice circular la mañana siguiente, en la que expresaba los mismos sentimientos en convocar la regencia, en reunir los generales y Jefes, en dar conocimiento oficial al presidente del congreso y pedirle que citase inmediatamente a una sesión extraordinaria. La regencia fue de parecer que debía de conformarme con la opinión general; los jefes del ejército añadieron que así era la voluntad de todos... en seguida extendieron una representación al congreso, suplicándole tomase en consideración negocio tan importante". 
 
Nadie ha podido desmentir estos hechos que tierra Iturbide es, por otra parte, evidente que se vio aclamado por las turbas, cercado por los dirigentes de la nación, quienes ejercieron sobre él a presión necesaria para que no contradijese el sentido de la opinión. Entonces, en "esa noche fatal”, todavía vislumbra una esperanza: que se reúna el congreso y que en sus deliberaciones halle a manera de librarlo de la responsabilidad que se trata de echar obre sus hombros. 
 
El lenguaje que emplea en la proclama que redactó la noche el 18 y 19 de mayo es suplicante: ruega a los mexicanos que esperen la decisión del Constituyente y hay en sus palabras tal acento le sinceridad que no es posible dudar de ella. Dice: 
 
"Mexicanos: Me dirijo a vosotros sólo como un ciudadano que anhela el orden y ansía vuestra felicidad, infinitamente más que la suya propia... El ejercito y el pueblo de esta capital acaban de tomar un partido; al resto de la nación corresponde aprobarle o reprobarle; yo, en estos momentos, no puedo más que agradecer su resolución, y rogaros, si, mis conciudadanos, rogaros, pues los mexicanos no necesitan que yo les mande, que no se dé lugar a la exaltación de las pasiones, que se olviden resentimientos, que respetemos las autoridades, porque un pueblo que no las tiene, o las atropella, es un monstruo; que dejemos para un momento de tranquilidad la decisión de nuestro sistema y de nuestra suerte... La nación es la Patria; la representan hoy sus diputados; oigámosles; no demos un escándalo al mundo; y no temáis errar siguiendo mi consejo; la ley es la voluntad del pueblo; nada hay sobre, ella; entendedme y dadme la última prueba de amor que es cuanto deseo, y lo que colma mi ambición. Dicto estas palabras con el corazón en los labios, hacedme la justicia de creerme sincero y vuestro mejor amigo.--AGUSTÍN DE Iturbide". 
 
El Congreso nombra a Iturbide Emperador de México.
 
A las 7 de la mañana del 19 se reunió el congreso, con asistencia de más de 90 diputados. Sólo faltaron unos pocos de la oposición, como Fagoaga, Odoardo, Tagle y otros. El recinto se hallaba rodeado de una inmensa multitud que vitoreaba al emperador. Se creyó necesario calmar el entusiasmo del público para comenzar las deliberaciones. El congreso mandó dos comisiones, una a la regencia y otra a Iturbide, para pedir que sosegaran al pueblo. La regencia contestó que no podía hacer nada Iturbide vaciló un rato sobre lo que debía hacer, y consultado el caso con sus ministros, determinó ir al congreso, según éste se lo había pedido. A la una y media de la tarde llego el generalísimo al salón de sesiones vitoreado por el pueblo que lo proclamaba. Las galerías se inundaron de gente, que entró en tropel. 
 
El presidente del congreso pidió a Iturbide que serenase al público. El generalísimo habló entonces recordando los esfuerzos anteriores para calmar el entusiasmo, del pueblo que había intentado elevarlo a un puesto que jamás apeteció. Dirigiéndose a las galerías, exhortó a los que las ocupaban a someterse a la decisión del congreso, pero fue interrumpido varias veces con gritos que exigían su inmediata proclamación. 
 
Calmada un tanto la gritería, comenzó el debate, el que tuvo por objeto estas 2 proposiciones: consulta previa a las provincias; elección inmediata de Iturbide. La primera proposición estaba suscrita por los diputados San Martín, Gutiérrez, Terán, Anzorena y Rivas. La segunda la firmaban Gómez Farías y 46 diputados más. 
 
Iturbide favorecía la primera proposición, que era en el sentido de que se suspendiese toda resolución hasta que por lo menos 2 terceras partes de las provincias ampliaran los poderes a sus diputados y los instruyeran sobre la forma de gobierno que querían se adoptase. "Apoyé esta opinión -dice Iturbide- que me daba lugar a EVADIR LA ADMISIÓN DE UN DESTINO QUE SIEMPRE HABÍA VISTO, PUEDO ASEGURAR, CON HORROR". En efecto, habló 3 veces apoyando las razones en las que fundaban su parecer los diputados, “con tanto más calor -agrega- cuanto era para mi grande el interés que tenía en que se siguiese su dictamen: razones dichas con firmeza, y hasta el ruego emplee para persuadir; todo fue en vano”. 
 
El diputado Martínez de los Ríos habló en favor de la proposición diciendo: "La misma grandeza de este acto, su trascendencia, y el propio decoro de V. M., del Generalísimo, de sus subalternos y del pueblo, está pidiendo calma y serenidad en todos nosotros. Obremos con prudencia, mexicanos: esta grande y majestuosa obra no es de momentos. No demos lugar a que digan las provincias que todo es efecto de la fuerza, de la sorpresa, o de otros principios menos legítimos. No retardemos nuestro reconocimiento por los Estados Unidos, que tal vez lo dilatarán considerarlo este acto vicioso e inmaturo...”.
 
Apenas terminó de hablar el diputado Martínez, Iturbide dio: "Mexicanos, las reflexiones del Sr. Martínez son justas" e hijas de la prudencia y del buen juicio de..." Su discurso fue interrumpido por las voces del público. 
 
Terminado el debate, y antes de la votación, Iturbide pidió al pueblo que le prometiese al someterse al resultado de la misma, fuese cual fuese, pues en aquella asamblea residía la voluntad reunida de la nación. 
 
La votación fue secreta, y por 67 votos contra 15 que opinaron por la consulta a las provincias, Agustín de Iturbide quedó electo Emperador. Publicada la votación a las 4 de la tarde, el presidente del congreso cedió al Emperador el asiento que le correspondía bajo el solio, y la concurrencia se desató en las más vivas aclamaciones. Luego, acompañado de la multitud, Iturbide se dirigió desde la Iglesia de San Pedro y San Pablo, que era el recinto del congreso, a su casa en las calles de San Francisco. 
 
Esta elección fue nula -se dice- porque los diputados no votaron libremente sino coaccionados por el populacho. Aceptemos esto. Y aceptemos también que fue nula porque sólo votaron 82 diputados. Pero el acto nulo se convalidó el día 21, cuando 106 diputados, en absoluta calma y sin presión de nadie, ratificaron la elección. 
 
Además, el 22 de junio de 1822 -según lo recuerda el mismo Iturbide- el congreso por sí solo, sin gestión alguna de parte del gobierno, sin concurrencia de la plebe, sin estar presente Iturbide, y en medio de la mayor tranquilidad, resolvió por unanimidad absoluta de 109 votos que la corona fuese hereditaria. Cesada la coacción, cesó el vicio luego la elección fue legítima, y tan legítima, que Zavala, actor de los sucesos, después de señalar los vicios de la misma, admite que, "aún cuando no hubo libertad en aquel acto... no es esto decir que la nación no hubiera nombrado en aquellas circunstancias emperador a don Agustín de Iturbide, mejor que a otro alguno. Las ideas republicanas estaban en su cuna: todos parecían contentos con una monarquía constitucional". Está claro: la nación si quería que Iturbide mandara con el titulo de emperador, y si el congreso quería, otra cosa era porque no representaba a la nación. 
 
Por otra parte ¡qué poco honra al congreso la decisión que tomó más tarde declarando nula la elección porque fue hecha por miedo! Con sobrada razón dijo Iturbide: "Estoy contento de no tener un imperio en que me confirmaron hombres tan inexactos y tan débiles que no se avergüenzan de faltar a la verdad, y decir a la faz del mundo que tuvieron miedo y obraron contra su conciencia en el negocio más grave que puede presentárseles jamás”.
 
Juramento y proclamas de Emperador.
 
En la sesión del día 21, Iturbide se presentó ante el congreso prestó el juramento en los siguientes términos: "Agustín, por la Divina Providencia y por nombramiento del congreso de representes de la nación, emperador de México, juro por Dios y por los santos evangelios, que defenderé y conservaré la religión católica, apostólica y romana, sin permitir otra alguna en el imperio; que guardaré y haré guardar la constitución que formaré dicho congreso, y entre tanto la española en la parte que está vigente, y a sí mismo las leyes, órdenes y decretos que ha dado y en lo sucesivo diré el repetido congreso, no mirando en cuanto hiciere sino al bien y provecho de la nación; que no enajenaré, cederé, ni desmembraré parte alguna del imperio; que no exigiré jamás cantidad alguna de frutos, dinero, ni otra cosa, sino las que hubiere decretado el congreso; que no tomare jamás a nadie sus propiedades, que respetaré sobre todo la libertad política de la nación y la personal de cada individuo, y si en lo que he jurado o parte de lo contrario hiciere, no debo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa, y si no me lo demande". 
 
En el discurso dirigido al congreso después del Juramento, decía el Emperador: "He admitido la suprema dignidad a que me eleváis después de haberla rehusado por 3 veces, porque creo será así más útiles; de otro modo, preferiría morir a ocupar el trono. ¿Qué alicientes tiene éste para un hombre, que ve las cosas a su e verdadera luz? La experiencia me enseñó que no bastan a dulcificar las amarguras del mando las pocas y efímeras satisfacciones que produce. De una vez, mexicanos, la dignidad imperial no significa para mí más que estar ligado con cadena de oro, abrumado de obligaciones inmensas". 
 
El 29 de mayo dirigió Iturbide una carta a Simón Bolívar haciéndole saber su elevación al trono, de la que son estas expresiones: “¡Cuán lejos estoy de considerar un bien lo que impone sobre mis hombros un peso que me abruma! Carezco de la fuerza y necesaria para sostener el cetro, lo repugnante di al fin para evitar males a mi patria próxima a sucumbir de nuevo, si no a la antigua esclavitud, a los horrores de la anarquía".
 
Bolívar, en una carta escrita al general Santander respecto al imperio de Iturbide dijo: "Pocos, soberanos de Europa son tan legítimos como el, y puede ser que no sean tanto".
 
Con motivo del juramento, el congreso publicó también una proclama en la que declaraba, que había elegido emperador a Agustín de Iturbide "Porque habiendo sido el libertador de la nación, sería el mejor apoyo para su defensa; porque así lo exigía la gratitud nacional; así lo reclamaba imperiosamente el voto de muchos pueblos y provincias, expresado anteriormente, y así lo manifestó de una manera positiva y evidente el pueblo de México y el ejército que ocupaba la capital". 
 
Nación unánime.
 
La nación entera, sin discrepancias, aplaudió la elección de Iturbide. Lo dice Alamán: "En todas las Provincias fue unánime el aplauso con que se recibió la elevación del generalísimo al trono. Jefes Políticos, generales, comandantes diputaciones provinciales, ayuntamientos, obispos, cabildos eclesiásticos, colegios, comunidades religiosas, todos se apresuraron a ofrecerle sus felicitaciones". 
 
De modo, pues, que la autoridad de Iturbide era perfecta e indisputablemente legítima. 
 
Santa Anna, comandante de Jalapa, el mismo que después proclamara la república, al anunciar a la tropa la elevación de Iturbide, dijo: "No- me es posible contener el exceso de mi gozo... anticipémonos, corramos velozmente a proclamar y jurar al inmortal Iturbide por emperador, ofreciéndole ser sus más constantes defensores hasta perder la existencia". 
 
Vicente Guerrero, comandante del Sur, escribió a Iturbide desde Tuxtla el 28 de mayo: "Cuando el ejército, el pueblo de México y la nación representada en sus dignos diputados del soberano congreso constituyente, han exaltado a V. M. I. a ocupar el trono este imperio, no me toca otra cosa que añadir mi voto a la voluntad general, y reconocer como es justo las leyes que dicta un pueblo libre y soberano"... Terminaba diciendo: “Mi corto sufragio da puede 12 sólo el merito que V. M. I. supo adquirirse es lo que ha elevado al alto puesto al que lo llamó la Providencia, donde querrá el imperio y yo deseo que se perpetúe V. M. I. dilatados años para su mayor felicidad. Reciba por tanto V. M. I. mi respeto y las más tiernas afecciones de un corazón agradecido y sensible. A - imperiales pies de V. M.I. En diversa comunicación informaba Guerrero a lturbide que la noticia de su proclamación había sido celebrada en Tixtla con general aplauso, salvas de artillería, repiques y dianas. 
 
“lturbide –comenta Alamán- por todas estas protestas, debió considerarse bien asegurado en el trono o a que acababa de subir, en apariencia (no sólo en apariencia) con tal general aprobación y aplauso universal". 
 
Tan universal era la adhesión a lturbide, tan completa, tan ecuánime, que, dice Bocanegra: "de cada mil habitantes de Nación apenas habría uno que no hubiera expresado su asenso y hasta su regocijo por el advenimiento al trono del Generalísimo Iturbide”. 
 
De acuerdo con todos estos datos, una conclusión se impone: en toda la historia de México no ha habido un gobernante más legítimo que el Emperador Agustín de Iturbide, y jamás un congreso ha representado tan fielmente a la nación, como el constituyente en el momento de elegirlo. 
 
La coronación de Agustín I.
 
El congreso, no sólo espontánea sino devotamente, preparó la solemnidad de la coronación, que celebrase el 21 de julio de 1822. Los balcones fueron adornados con gallardetes, grímpolas y colgaduras. Desde el amanecer, los repiques y las salvas de 24 cañonazos cada hora anunciaron la insólita ceremonia. El congreso se reunió a las 8 en el salón de sesiones, de donde salió en procesión a la catedral y ocupó el sitio previamente señalado. Dos comisiones, compuestas de 24 diputados cada una, se separaron para acompañar desde su casa hasta la catedral a los nuevos monarcas. Iturbide, vestido con el uniforme de coronel del regimiento de Celaya, salió de su casa de Moncada (palacio que actualmente lleva su nombre) antes de las 9 de la mañana. Bajo toldo se dirigió a la catedral por las calles de San Francisco y Plateros, portal de Mercaderes, casas consistoriales, portal de las flores y frente de palacio. Rompía la marcha un escuadrón de caballería; seguíalo un piquete de infantería que llevaba suspendido de una lanza el escudo de armas del imperio. Seguían los diputados de las corporaciones, en este orden: parcialidades de indios de San Juan y Santiago; las religiones; los curas párrocos; los tribunales de minería, protomedicato y consulado; la Universidad; el ayuntamiento; diputación provincial, Audiencia, consejo de Estado y cuerpo diplomático. (Reducíase éste a Guillermo Taylor, cónsul de los Estados Unidos, Wilkinson, general norteamericano, y el francés D'Alvimar. Miguel Santa María, ministro de Colombia, acérrimo enemigo de Iturbide y recalcitrante masón, no asistió). El emperador iba rodeado por 4 generales, con las insignias de la coronación. 
 
En la puerta de catedral fue recibido por dos obispos y de ahí se dirigieron el emperador y su esposa al trono menor, cerca del coro. El obispo consagrante, que era el de Guadalajara, hizo la unción. Trasladaron sé luego al trono grande, instalado en el presbiterio, y terminadas las preces, la concurrencia aclamó al emperador. En seguida el obispo de Puebla dijo un sermón sobre el texto Et clamavit omnis populus, et ait: Vivat Rex (y clamó todo el pueblo y dijo: viva el rey), texto tomado del Libro 1o. de los Reyes. 
 
Los repiques y salvas anunciaron al pueblo la coronación, que el pueblo saludo con ovaciones. 
 
Terminada la ceremonia, los nuevos soberanos se dirigieron al palacio de los virreyes, donde recibieron las felicitaciones del presidente del congreso y de todas las autoridades y corporaciones. Cuando el emperador se presentó con su esposa en el balcón principal, fue aclamado. 
 
La intimidad de un hombre.
 
El exterior de esa solemnidad fue deslumbrante: oro, banderas, vítores, esplendor real. Pero, ¿qué ocurría en la íntima soledad del hombre que era el personaje central de este drama? 
 
El hombre era capaz de intuir el futuro y, por lo mismo, no podía engañarse. Conocía, además, porque era lucido, todos los inconvenientes de su elevación al trono. Bien persuadido estaba -nos lo dice el mismo- "de que mi suerte empeoraba infinitamente, de que me perseguía la envidia, de que a muchos desagradarían las providencias que había de tomar, de que es imposible contentar a todos, de que iba a chocar con un cuerpo lleno de ambición y orgullo, que declamando contra el despotismo trabajaba para reunir en sí todos los poderes, dejando al monarca hecho un fantasma, siendo el en realidad el que hiciese la ley, la ejecutase y juzgase; tiranía mas insufrible cuando se ejerce por una corporación numerosa que cuando tal abuso residiese en un hombre sólo... Bien persuadido estaba de que iba a ser un esclavo de los negocios, que el servicio que emprendida no sería agradecido de todos, y que por una fortuna que para mí no lo era, y siempre tuve por inestable, iba»a dejar abandonada, y perder la que poseía de lo que heredé y adquirí, y que era bastante para que siempre mis hijos pudiesen vivir cómodamente en cualquier parte".
 
También debió advertir que "era demasiado reciente la revolución para que su autor, por grande que fuese el Mérito que había contraído, pudiese obtener aquel respeto y consideración que sólo es obra del tiempo y de un largo ejercicio de la autoridad" y que "los que pocos meses antes habían tenido por su compañero o su subalterno; la clase alta y media de la sociedad, que había visto a su familia como inferior o igual, no considerarían tan repentina elevación sino como un golpe teatral". 
 
Por todas estas razones repugno la corona y, sin embargo, permitió al fin que ciñera su cabeza. 
 
¿Por qué? 
 
Porque se la impusieron. Es la verdad. Su resistencia fue materialmente aplastada. En las calles, el vocerío, la algazara del pueblo que lo aclamaba. En torno suyo, personas que lo empujan a aceptar lo que le proponen. Los jefes del ejército son los que se dirigen al congreso pidiéndole que se reúna para deliberar sobre su elección. Va al congreso con el ánimo de que esta asamblea por lo menos aplace la resolución que debe tomarse y se encuentra con que hay una proposición de 47 diputados, encabezados por Gómez Farías, en favor de la elección. Habla durante la sesión apoyando a los que proponían que primero fuesen consultadas las provincias, y los gritos del público lo hacen callar. El congreso lo elige y no recibe de todas partes sino la adhesión cordial, unánime de todo el pueblo. 
 
Y poco tiempo después, todas esas personas que lo llevaron en contra de su más decidida inclinación hasta las gradas del trono, se volverán contra él. Los mismos que hicieron eco a los gritos de ¡Viva Agustín Primero! la noche del 18 de mayo serán los primeros en abandonarlo. Los jefes y oficiales del ejército que lo llevaron casi en peso hasta el solio imperial, serán los que firmen el Acta de Casa Mata. El Congreso que lo eligió se manifestará como su más implacable enemigo. El pueblo sólo el pueblo permanecerá fiel. 
 
Pero ese pueblo ha de compartir la suerte adversa del emperador caído. 
 
Agustín de Iturbide pudo entrever las consecuencias de su acción al trono, y no solo las entrevió sino que tuvo de ellas una clara conciencia. Pero no pudo evitarlas. "Y hube de resignarme confiesa- a -sufrir esta desgracia que para mí era la mayor".
 
Vio con horror -con sus palabras- lo que encerraba la aceptación a corona; pero no fue posible evadir su destino.
 
"Un paso en falso".
 
Admitimos que la exaltación al trono "fue un paso en falso precipitó a su ruina al hombre que tanto hubiera convenido conservar al frente del gobierno", como dice Alamán. 
 
Pero lo malo no fue precisamente que se depositará en él la suprema autoridad, sino que se le diera el título y la investidura de Emperador, "porque los nombres en este género de cosas suelen ser más que la cosa misma. 
 
Que él, y nadie más que él, debía mandar, es incuestionable, pues "nadie tenía tantas y tan buenas cualidades -reconoce Alamán-. En medio de todos los defectos que se le notaron; con toda su inexperiencia en el mando, muy disculpable en un tiempo en que ningún otro sabía más que el... poseía carácter noble, sabía conocer y estimar el mérito, y siempre lo guiaba un espíritu de gloria engrandecimiento nacional que hubiera podido producir grandes resultados; tenía algunas ideas administrativas, que se habrían mejorado en la práctica de los negocios... y no se le vio entregarse a la sórdida codicia y otros vicios vergonzosos, con que algunos que le han sucedido en el mando han manchado el ejercicio de éste" . Si hubiese concentrado en si la autoridad con un nombre diverso -presidente, primer jefe, regente, etc.- habría ofrecido menos blanco al ataque de sus enemigos. Pero éste no es sino uno de los muchos pudo haber sido que se hallan en las páginas de la historia, y, como dice don justo Sierra, es muy fácil el papel de profetas retrospectivos. 
 
Por otra parte, "el entrenamiento del generalísimo mexicano -señala Robertson- fue un lógico resultado de los acontecimientos. Su elevación al supremo mando civil no esta en agudo contraste con las medidas tomadas durante el período heroico de la historia hispanoamericana en otros estados nacientes. En Sudamérica, en más de una ocasión, el héroe de la independencia tuvo que convertirse en jefe del poder ejecutivo de la nación que había cooperado a liberar del dominio español. Simón Bolívar fue hecho presidente de Colombia por un pequeño número de revolucionarios. José de San Martín se convirtió en jefe ejecutivo de Chile a invitación de un pequeño grupo de patriotas, y más tarde realmente se proclamó él mismo Protector del Perú, sin esperar la fórmula de una elección popular". 
 
La comparación entre el modo de actuar del Iturbide que promovió la Independencia y el que acepta la corona de Emperador, acusa una notable diferencia. En el primer caso, toda la iniciativa es suya; él dirige, él encauza los sucesos, él marcha a la cabeza de todos. En el segundo, nos parece que va a remolque de los acontecimientos, arrastrado por una corriente contra la que no puede oponerse. O en otros términos: primero asciende por su propio impulso; luego cae, por efecto de una ley fatal.

CAPÍTULO 9.
 
Duelo de poderes.
 
“CON MI SUBIDA TRONO PARECÍA QUE SE HABÍAN CALMADO LAS DISENSIONES; pero el fuego quedó encubierto, y partidos continuaban sus maquinaciones; disimularon por poco tiempo y volvió a ser la conducta del congreso el escándalo del pueblo". Con estas palabras refiere el Emperador lo que ocurrió después de aquel pacífico y jubiloso 21 de julio. 
 
Los que objetan la legitimidad del mando de Iturbide reconocen, sin embargo, que "inaugurase el imperio, si no en condiciones de prosperidad, sí en medio de general beneplácito, y del asentamiento sincero de las masas". 
 
En opinión del Padre Cuevas, "si se hubiese dejado al pueblo mexicano solo y en su natural disposición, sin, elementos extraños, portadores e inoculadores de venenos extranjeros, hasta, los mismos diputados habrían continuado en el estado en que estuvieron por aquellos solemnes días, de gratitud con su libertador; pero ya teníamos el veneno en casa".
 
Es posible que los diputados, ante la evidencia de la voluntad nacional favorable a Iturbide, hubiesen admitido que no había más remedio que acatarla, tratando de buena fe, con auténtico propósito de atender al bien común, de constituir el nuevo estado según el modelo de una monarquía constitucional, que era el sistema del que el propio Emperador se había mostrado firme partidario. Pero estaba escrito que México no se constituyera de ningún modo y que, a todo trance, fuese removido el obstáculo que estaba impidiendo el desbordamiento de la anarquía. Ese obstáculo se llamaba Agustín de Iturbide. 
 
Continuo, pues, la lucha entre los dos poderes: el poder nacional que representaba el jefe del Estado, y el poder antinacional del que eran instrumentos los miembros de la asamblea legislativa.
 
Llegan los refuerzos.
 
Como la avalancha de la opinión había moralmente debilitado las filas del partido desintegrador, el alto mando ordeno la movilización de refuerzos, capitaneados, entre otros, por Miguel Santa María, veracruzano de origen y ministro de Colombia; Vicente Rocafuerte, ecuatoriano, enemigo mortal del Emperador; Miguel Ramos Arizpe, que ¿volvió de España el 1 de enero, y José Mariano Michelena, repatriado meses después, y quien dio la última mano a la organización de las logias escocesas.
 
Dávila, el gobernador de Veracruz, tenía preso en el castillo de San Juan de Ulúa a Fray Servando Teresa de Mier, "y considerándolo como una tea encendida que arrojaba sobre los combustibles de todas clases que los sucesos habían ido acumulando en el imperio mexicano", lo soltó. Aprobadas sus credenciales de diputado, tomó asiento en el congreso. Estrafalario, mitómano, gracioso, acre, el Padre Mier con sus burlas mordaces contribuyó a torpedear el primer gobierno nacional. 
 
Finalmente penetra en México, con el carácter de agente confidencial de los Estados Unidos, el que estaba llamado a suplir a Iturbide en la dirección del Estado mexicano: Joel R. Poinsett.
Todos juntos, ligados por la consigna, instruidos en el secreto de las logias, con un propósito claramente concebido y abundantes medios de ejecución, destruyeron las bases del primer imperio mexicano, y al hacer rodar el trono de Iturbide, inauguraron el largo sangriento período de la anarquía, las guerras civiles, las derrotas vergonzosas impuestas por el enemigo extranjero. 
 
Conspiración "republicana".
 
La primera conspiración fue descubierta tan pronto como en el de agosto, o sea cuando apenas había transcurrido un mes de las fiestas de la coronación. Supuse entonces que el plan consistía en sublevar al Ejército, y bajo la protección de este, trasladar a Texcoco al Congreso, el que declararía allí nula la elección de Iturbide, quien sería desterrado con su familia. Hecho esto, constituiría al país en la forma que juzgará adecuada, y esa forma sería sin duda, la republicana. 
 
El promovedor de esta conspiración era Miguel Santa María, ministro de Colombia, y habían entrado en ella el padre Mier, el diputado Anaya, Iturribarría y otros. La dirección real estaba a cargo de la Gran Logia de México, dentro de la cual estaban agrupados los republicanos y a la que se fueron afiliando los principales jefes del ejército. 
 
El gobierno logró introducir entre los conspiradores al teniente Adrián Oviedo, el que obtuvo por medio de Anastasio Zerecero informes pormenorizados acerca de la conspiración, personas, comprometidas en ella y lugares en que se reunían, informes que trasmitió al gobierno, con pruebas de la misma.
 
Impuesto el Emperador de lo que pasaba, decretó la aprehensión de varios diputados, la que se ejecutó la noche del 26 de agosto. Los aprehendidos fueron, entre otros, Fagoaga, Echenique, Joaquín Obregón, Carrasco, Tagle, Lombardo, Carlos María Bustamante, el padre Mier, Juan Pablo Anaya y los guatemaltecos Valle, Mayorga y Zevadúa. El arresto de los diputados alborotó al congreso, que reclamó la violación de la inmunidad parlamentaria. El ministro Herrera, llamado a informar, demostró que conforme a la Constitución, española era facultad del rey arrestar a cualquier persona si lo exigía la seguridad del Estado, y el diputado Argándar probó que los diputados eran inviolables por sus opiniones, no por sus crímenes. Al cabo de muchos días de sesión permanente, el congreso resolvió que "era el caso de guardar silencio". 
 
Santa María, el director visible de la, conspiración, se le expidieron sus pasaportes, pero se quedó en Veracruz con el pretexto de esperar ocasión de embarcarse, donde dirigió la insurrección de Santa Anna.
 
Revolución del General Garza.
 
En el norte operaba otro revolvedor, el clérigo Ramos Arizpe, quien alentó a la revolución al general Felipe de la Garza, el que con motivo del arresto de los diputados dirigió una protesta al Emperador en la que se hacia saber que tomaba las armas, no contra él, sino contra los ministros que lo engañaban, Iturbide hizo marchar contra él al comandante de San Luis Potosí, lo que bastó para sofocar la revolución. Garza, al ver que nadie se movía en su apoyo, desistió de la empresa y se retiró solo a Monterrey a implorar el perdón del coronel López. Más tarde se presentó en la capital, donde Iturbide no sólo lo recibió bien, sino que le conservó en el mando militar de la provincia de Nuevo Santander. Garza correspondió a esta generosidad asesinando a Iturbide, dos años después.
 
Reforma del Congreso. 
 
Iturbide, cuya fe en el sistema representativo, a pesar de todo, continuaba viva, no se resolvía a disolver el congreso, como se lo aconsejaban los jefes del ejército, pero intentó reformarlo, de acuerdo con la idea expuesta por el diputado Lorenzo de Zavala en la sesión del 25 de septiembre. Consistía la reforma, sustancialmente, en reducir el número---de diputados. Para ponerla en práctica, Iturbide reunió en su palacio el 16 de octubre a consejos de Estado, jefes del ejército y más de 40 legisladores. El propio Emperador abrió el debate lanzando serias acusaciones al Congreso que fueron apoyadas por los concurrentes. Después de 12 horas de sesión, se aprobó el dictamen propuesto la comisión que ahí se nombro en el sentido de reducir a 70 el número de diputados, en vez de 150 que debía tener. 
 
EL 18 de octubre se pasó el proyecto al Congreso, el cual, como era de esperarse., lo rechazó. Le negó también la asamblea legislativa al Emperador el derecho de veto y entonces las cosas llegaron a un punto en el que, o subsistía el Congreso, o subsistía a Iturbide. 
 
El golpe de Estado.
 
"Habían llegado a mis manos tantas denuncias, quejas y reclamaciones, que ya no pude entenderme -dice- Iturbide-, ora porque veía expuesta la tranquilidad y seguridad pública, ora porque tales documentos fueron dirigidos por las secretarías, de cualquier desgracia (que estuvieron muy próximas las mayores), yo habría sido el responsable a la nación y al mundo. 
 
La representación nacional -agrega- ya se había hecho despreciable por su apatía en procurar el bien, por su actividad en atraer males., por su insoportable orgullo, y porque había permitido que individuos de su seno sostuviesen en sesiones públicas, que. Ninguna consideración debían tener del Plan de Iguala y tratados de Córdoba; sin embargo que juraron sostener uno y otro a su ingreso al santuario de las leyes, y no obstante que estas fueron las bases que les dieron sus comitentes. 
 
A tamaños males ya no alcanzaban paliativos ni bastantes remedios, AQUEL CONGRESO NO PODÍA NI DEBÍA EXISTIR, así me pareció, y del mismo modo pensaron todos aquellos con quienes consulté la materia en particular, y una junta de notables que públicamente tuve en mi palacio, en la que convoque a los hombres mejor reputados, los ministros el con, el consejo de Estado, los generales y jefes y 70 diputados".
 
La anterior exposición es verdadera. El congreso había caído en el descrédito, según Zavala. Diputaciones provinciales, corporaciones, comunidades, jefes y cuerpos del ejército, habían pedido la disolución del congreso, de lo que da fe el historiador Bocanegra.
 
 Las provincias se negaban a pagar sus dietas a unos diputados inútiles.
 
 Por otra parte, que alguien mandara y que fuese obedecido sin discusión Así lo exigía el bien de una sociedad en proceso de organización política. Y el congreso ni mandaba, ni dejaba mandar, no obstante que era notorio que la autoridad la había depositado la nación, voluntaria y gustosamente, en Iturbide, el que ejercitándola rectamente, decretó la disolución de aquella asamblea peligrosa y opuesta al bien común nací 1 No podía ni debía hacer otra cosa. 
 
A las 2, de la mañana del 31 de octubre de 1822 firmó Iturbide el decreto correspondiente, en el que exponía las siguientes razones: 
 
“... la Nación confiaba que el Congreso constituyente dictaría leyes sabias que organizaran el gobierno e hicieran la felicidad en el imperio, reanimando sus opulentos giros. Así lo creyeron todos los pueblos, pero una desgraciada experiencia ha hecho ver que lejos de cumplir con exactitud sus deberes, entró en empeños muy distantes de su instituto, contraviniendo desde el momento de su instalación a las facultades que se confiaron a los diputados por las provincias, arrogándose títulos y atribuciones que no les corresponden, y viendo con una fría indiferencia las necesidades del Estado, la administración de justicia, la suerte de los empleados, y las miserias del Ejército que de todas maneras ha pretendido diseminar" . 
 
Terminaba diciendo: 
 
"Tome a mi cargo la Independencia de la Patria, el término de esta empresa es verla constituida; mientras no llegue soy responsable del éxito, éste es inasequible por no haber llenado el Congreso constituyente sus deberes, con la preferencia que exigen las circunstancias críticas de la nación; para libertarla de los grandes males que la amenazan males que la amenazan, es preciso tomar medidas que se logre tan importante fin". 
 
Por último, el emperador mandaba: quede disuelto el Congreso en el momento en que se le haga saber esta determinación, continua la representación nacional en una Junta computados por cada provincia de las que tienen mayor población y de uno en las que sea único, y 8 suplentes que designaré. 
 
Varios jefes militares se disputaron la ejecución del decreto entre otros, Santa Anna. Pero la comisión fue confiada al brigadier Luis Cortazar, quien se presentó en el Congreso a las 12 horas, intimando la disolución en el término de 10 minutos. Los diputados se dispersaron, sin resistencia. 
 
"Nadie tomó parte en su desgracia -dice Iturbide---, al contrario, recibí felicitaciones de todas partes, y con este motivo volvieron a llamarme Libertador de Anáhuac y de los pueblos. 
 
Poinsett, ante Iturbide.
 
Doce días antes de que el Emperador disolviera el Congreso, Joel R. Poinsett desembarcó en Veracruz, a pesar de que el 5 de octubre el secretario de relaciones exteriores habla ordenado que no se le permitiese entrar al país. 
 
El capitán de la corbeta John Adams, en la que Poinsett había hecho el viaje, expuso al comandante militar de Veracruz que su visita tenía por objeto "conducir un ministro del congreso de los Estados Unidos, comisionado por el mismo Senado..., cerca de su Majestad el Emperador, con pliegos para poner en sus manos y tratar asuntos de recíproca importancia a ambos pabellones".
 
Poinsett no presentó más que una carta del secretario de Estado Henry Clay en la que lo recomendaba a Iturbide como "un caballero de honor, de talento y de mucha consideración". 
 
En la comunicación que Santa Anna, que era el comandante militar de Veracruz, dirigió al gobierno informándole de la visita del agente norteamericano había algo importante que algún interesado considero como una prueba que era necesario destruir, pues el original del documento que obra en el archivo de la secretaría de relaciones exteriores, está mutilado, parte con tijera y parte con los dedos. 
 
El viajero es cordialmente recibido por Santa Anna, con quien celebra una larga y misteriosa conferencia. Por la noche se reúne a cenar con un grupo de oficiales, y terminada la cena, se traslada al cabildo para ver un retrato del Emperador. 
 
"Tengo muchos deseos de conocer a un hombre de quien he oído hablar tanto -apunta en su diario-; pero por este pintarrajo no puedo imaginar su fisonomía. Sus actos lo revelan como individuo extraordinario; pero por el papel qué desempeñó antes de la última venturosa revolución y por su repentino ascenso al trono, me temo que sea extraordinariamente malo".
 
Al día siguiente, el caballero marcha a Jalapa, donde tiene otra entrevista, con el capitán general José Antonio Echavarría, una de las personas de con confianza del Emperador e hospitalidad disfruta. 
 
"Así, sólo 3 días, el extranjero se ha puesto en contacto en contacto con 2 de los personajes que más principalmente intervendrán en los próximos sucesos políticos, ha cenado con oficiales del ejército que hizo la independencia; ha celebrado largas y misteriosas conferencias, y tiene ya formado un juicio el Emperador" capital, 2 días después visita en el palacio de los virreyes al secretario de relaciones Manuel Herrera. Al volver a su casa halla al ministro de Colombia, Miguel Santa María, al que se le había ordenado salir del país.
 
El director de la conjura anti-iturbidista platica largamente con Poinsett y le informa pormenorizadamente del estado de la nación. Muy importante debió ser esta conferencia, en la que debieron ponerse de acuerdo el conspirador criollo y el agente de un gobierno extranjero sobre la conducta a seguir. 
 
Oportuna resultaba la visita de Poinsett, pues hallándose en la capital ocurre el golpe de Estado. El día 31 apunta en un diario:
 
“A mi regreso a casa me dieron la noticia de un acontecimiento que se esperaba desde hace varios días -la repentina y disolución del Congreso por orden de Su Majestad Imperial Agustín I”. 
 
En la noche del día 1 de noviembre recibe noticias de que la guarnición del castillo de San Juan de Ulúa había lanzado un ataque contra Veracruz. Su comentario es este: "A mí no me interesan en lo mas mínimo los resultados de combates entre realistas e imperialistas en América. Ninguno de los dos bandos merece mis simpatías". 
 
El día de muertos, muy temprano, visita a los diputados presos en Santo Domingo. "Pasé frente a los centinelas sin ser interrogado -apunta- y me llevó al departamento de aquéllos un sacerdote. Fui presentado a todos, pero los que más me simpatizaron fueron Fagoaga, Tagle, y Herrera (José Joaquín). Los dos primeros son civiles, hombres bien educados encabezaban la oposición en el Congreso". 
 
Por la tarde, asiste Poinsett a una de las primeras sesiones la junta Instituyente, creada por Iturbide para suplir al Congreso y describió el estado de la nación. 
 
"Después de terminar el discurso -escribió Poinsett- se dirigió brevemente a los miembros, recapitulando con vigor y elocuencia lo que acababa de leerles". 
 
El agudo Poinsett pone mucha atención al informe de Iturbide sobre la mala situación económica del Estado y se entera entonces de que los ingresos habían sido de 8 millones y los gastos de más de 13.
 
Entrevista con el Emperador.
 
El día 3, Poinsett tiene el honor de ser recibido en audiencia por el Emperador. He aquí la versión suya de la entrevista: 
 
"Hoy en la mañana fui presentado a Su Majestad. Al apearnos en la puerta del palacio, que es un edificio amplio y bello, nos recibió una numerosa guardia y en seguida subimos por una gran escalera de piedra, entre una valla de centinelas, hasta un espacioso salón en donde encontramos a un general brigadier que nos esperaba ahí para anunciarnos al soberano. El Emperador estaba en su gabinete y nos acogió con suma cortesía. Nos sentamos todos y conversó con nosotros durante media hora, de modo llano y condescendiente, aprovechando la ocasión para elogiar a los Estados Unidos, así como a nuestras instituciones, y para deplorar que no fueran idóneas para las circunstancias de su País. Modestamente insinuó que había cedido, contra su voluntad, a los deseos de su pueblo y que se había visto obligado a permitir que colocara la corona sobre sus sienes para impedir el desgobierno y la anarquía”. 
 
Reconoce luego que "es de trato agradable y simpático”, y apunta la observación de que mientras disponga de los medios para pagar y recompensar al Ejército, se sostendrá en el trono, será arrojado de él cuando le falten. (La consecuencia de esta observación es obvia: hay que procurar que le falte el apoyo del Ejército. Eso fue lo que se hizo)
 
 La verdadera misión.
 
Poinsett no apuntó en su cuaderno de notas el resultado de sus gestiones para obtener del gobierno imperial que cediera al de constituía el Estados Unidos más de la mitad del territorio mexicano, lo cual constituía el objeto más importante de su "comisión". 
 
Un biógrafo de Poinsett considera que la difícil misión del diplomático tenía estos fines: "representar la democracia donde el elemento dominante consistía de aristócratas y monarquistas, apoyar la Doctrina Monroe de América para los Americanos contra la tendencia oficial en México de buscar afiliaciones europeas; vindicar el prestigio de los Estados Unidos donde la Gran Bretaña había establecido un protectorado virtual; insistir sobre, el principio de 'la nación mas favorecida' en materia de comercio, cando el gobierno mexicano favorecía mutuas concesiones entre los países hispanoamericanos; presentar las reclamaciones de sus conciudadanos contra las regulaciones comerciales; oponerse a los acariciados designios de México respecto a Cuba; Y ADQUIRIR TERRITORIO cuando la mera sugestión de tal transacción confirma a la sospecha mexicana, hería el orgullo de México e intensificaba su irritación. Si en estas difíciles circunstancias el ministro o podía obtener éxito, nadie debe de sorprenderse. La atmósfera que lo rodeaba y la naturaleza de su tarea podían haber hecho fracasar los mejores esfuerzos del más bien dotado y astuto diplomático. 
 
Reconoce, pues, el señor Rippy, que uno de los que Poinsett vino a tratar fue la adquisición de territorio mexicano, aunque al hablar de sus gestiones sobre el particular se limita a decir que "un cierto Azcárate afirmó en 1822 que Poinsett habla expresado su deseo de adquirir para los Estados Unidos una grande porción del norte de México". 
 
Ahora bien, este "cierto Azcárate" era una de los hombres más distinguidos de su época, a quien Iturbide encomendó que oyera Poinsett acerca de las cuestiones de límites entre ambos países.
 
 El historiador Carreño público integra la carta en que Azcárate hizo saber, tiempo después, al presidente Guadalupe Victoria el resultado de la conferencia. Según esa carta, Poinsett recibió al señor Azcárate en el consulado de los Estados Unidos y ahí trato de persuadirlo de que se variarán los limites entre los dos países, teniendo a la vista un mapa de América.
 
 En resumen, pretendía que les cediésemos medio territorio. "Reprimiendo la ira -dice Azcárate- que me causó nos supusieran tan ignorantes en materia tan delicada, le conteste que el gobierno, en consecuencia del Tratado de Iguala, siempre respetarla el celebrado con Onís por España, y no cedería nunca un solo palmo de tierra". 
 
Informó Azcárate a Iturbide del resultado de la conferencia. 
 
El Emperador le pidió que averiguara cual era la representación de Poinsett, y en nombre de quien hacia sus proposiciones. Fue Azcárate a una 2a. entrevista, y antes de entrar en materia, le presentó su credencial y le exigió la suya Poinsett respondió, que no traía ninguna representación, que hablaba como un viajero. Entonces ya mudo la cosa de aspecto y convino Azcárate en que nuestras contestaciones fuesen corno de dos literatos". A través de las pláticas que ambos sostuvieron, Azcárate pudo reconocer las verdaderas intenciones de Poinsett y del gobierno que oficialmente representaba. 
 
Según todos estos datos, y de acuerdo con los antecedentes de Poinsett que había sido agente revolucionario en Argentina y Chile), al que se consideraba como perito en asuntos e la América Española, el programa era éste: si lograba el cambio de límites puesto por el gobierno angloamericano, se reconocería a para que firmase el tratado respectivo; si no lo lograba, habla derrocar al Emperador Poinsett advirtió bien pronto que el gobierno imperial no esa dispuesto a ceder una pulgada de tierra mexicana. Por eso formulo "un inteligente informe" de 60 páginas al Departamento Estado, en el que declaraba: "Estoy dispuesto a creer que Iturbide no podrá mantenerse en el trono muchos meses; pero de todas eras es una importante cuestión decidir si los Estados Unidos deben sancionar y reconocer como legítimo un gobierno erigido y tenido por la sostenido por la opresión. Reconociendo al Emperador en esta contienda le daremos una ventaja sobre el partido republicano. Tomamos parte contra la mayoría de la nación”.
 
Algunos autores norteamericanos llaman profético a este informe. Si, tan profético como el anuncio que hiciera un terrorista de que se iba a caer la casa bajo la cual habla puesto una bomba.

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