"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

lunes, 26 de noviembre de 2012

APUNTES EN EL CUADERNO DE BITÁCORA: La filosofía aristotélica del acto y la potencia, y el cristianismo...

La poderosa síntesis tomista descansa, como en su más profundo cimiento, en la doctrina aristotélica del acto y la potencia. Esto esperamos demostrarlo a continuación. Más, precisamente este afianzamiento del aquinate sobre una determinada teoría fundamental, es para muchos piedra de tropiezo. A sus ojos, no sólo amenaza al progreso, sino que compromete incluso la revelación divina, la cual, como fuente de la verdad absoluta, no necesita de ningún determinado sistema filosófico de origen humano. Afirmar tal cosa sería hacer depender lo absoluto de lo relativo, sería incluso poner en tela de juicio el absolutismo del cristianismo. Además, sabido es para todo el que estudia la historia que la investigación y filosofía patrísticas se apoyaban, eminentemente sobre bases platónicas. ¡Cuántas veces en la antigüedad, e incluso los tiempos modernos, se proclamó a Platón precursor del cristianismo!. Por consiguiente, Tomás parece haber ocasionado con su concepción una ruptura entre la escolástica y la patrística, estructura que se manifiesta tanto más probable, si se consideran las repetidas prohibiciones de Aristóteles por parte de la Iglesia en el siglo XIII.

Nos vemos obligados a salir, ya aquí, al paso de estas objeciones, que, a los ojos de algunos, proyectan sobre la persona del aquinate una luz peculiar.

A

La doctrina aristotélica del acto y la potencia, y la revelación.

Cierto es que lo absoluto no depende de lo relativo. Al contrario: depende lo relativo de lo absoluto. Pero esto no se sigue que entre lo relativo y lo absoluto no exista y tenga que existir una conexión interna y necesaria, precisamente porque lo relativo depende del absoluto y, si no, no sería relativo. Así, ya el estagirita distinguió entre un ser absolutamente necesario -Dios-y cosas relativamente necesarias, que están condicionadas por el primer. Así, las esencias de las cosas son internamente necesarias e inmutables a causa de Dios, que, a causa de sí mismo, no puede cambiarlas. Quien no sea absolutamente evolucionista acatará este principio. Quien se imaginará el absolutismo el cristianismo en el sentido de que Dios hubiera cambiar todo lo relativo arbitrariamente, según el tiempo y las circunstancias, llegaría inevitablemente a ser víctima tanto del voluntarismo como del agnosticismo absolutos. Por eso, para nosotros son falsas ambas afirmaciones: lo absoluto depende de lo relativo, y lo relativo es independiente del absoluto. Como aclaración del problema, véase lo siguiente.

Es profundamente tomista el decir: de suyo, la revelación, y, por consiguiente, la fe, no expresa ninguna relación necesaria con la filosofía y, por tanto, tampoco necesita de la filosofía, pues es obra de la fuerza sobrenatural de la gracia. En este sentido, lo absoluto y divino es totalmente independiente de lo humano y relativo. Pero, si a una verdad revelada se aplica al mismo tiempo una determinada explicación filosófica, ésta implica, positiva o negativamente, una relación interna y necesaria con la revelación; es decir, o armoniza con la revelación o está en oposición a ella. Así, pues, científicamente, toda filosofía está, en un caso dado, en relación necesaria con la revelación, en virtud de la unidad de la verdad. Así, la relación estará siempre, por necesidad interna, en oposición con el materialismo.

Y la pregunta: ¿expresa la doctrina del acto y la potencia o filosofía del ser y devenir semejante relación internamente necesaria con la revelación? Contestamos a ella afirmativamente sin vacilar. Tres posiciones, y sólo tres, son posibles ante nuestra pregunta: la de la filosofía del mero devenir, la de la filosofía del mero ser y, finalmente, la de la filosofía del ser y devenir.

La filosofía del mero devenir, que rechaza todo ser permanente e inmutable, se opone contradictoriamente, por tanto, por necesidad interna, a los artículos de la fe sobre la inmutabilidad de Dios y de sus leyes y planes eternos. La filosofía del mero ser, que no admite ni la multiplicidad ni la mutación, se opone también contradictoriamente y, por tanto, por necesidad interna, a los artículos de la fe sobre la creación y sobre la encarnación de Cristo, sobre su pasión, muerte y resurrección. En consecuencia, sólo la filosofía del ser y devenir es, por necesidad eterna, conciliable con la revelación. Por tanto, es incontrovertible esta afirmación: científicamente, el cristianismo sólo podía moverse en el campo de la doctrina del acto y la potencia. Cuán profunda y fundamental será esta relación interna y necesaria de la doctrina del acto y la potencia con la revelación, salta a la vista con mayor evidencia aún, si consideramos que lo que representa en Dios lo más profundo y garantiza su absoluta infalibilidad como fuente de la revelación, por nada puede ser expresado científicamente con más profundidad que por su absoluta realidad –actus purus-. Y, al mismo tiempo, que la raíz fundamental de la caducidad inmutabilidad de las criaturas encuentra en su potencialidad la última y más profunda explicación.

Por consiguiente, el sentido nuestra tesis es éste: una filosofía cristiana, una síntesis cristianamente científica, tiene que apoyarse en la doctrina aristotélica del acto y la potencia, en orden a la revelación. En este sentido, se puede también afirmar sin error: Aristóteles es más cristiano que cualquiera otro filósofo del paganismo. Esta postura sólo podría, en definitiva, ser combatida por quien, como absoluto relativista y evolucionista, haya proclamado la absoluta mutabilidad de la verdad divina y natural. Pero esto sería la ruina de toda filosofía y revelación a un tiempo.

B

La doctrina aristotélica del acto y la potencia en la filosofía patrística-agustiniana.

La síntesis tomista se apoya en Platón y Aristóteles, pero fundamentalmente en el último, como padre de la doctrina científica del acto y la potencia. Con esta observación inicial queda dicho mucho. Con ella queda dicho que aquí no tenemos nada que ver con aquellas prohibiciones de Aristóteles en el siglo XIII, porque tales prohibiciones no tenían nada que ver con la doctrina del acto y la potencia. Por otra parte, con aquella observación hemos vendido ya el puente desde Tomás a sus antecesores cristianos, cuyo mérito quisiéramos destacar aquí de manera especial.

Como siempre, también en la época patrística hay que distinguir una doble filosofía: la filosofía de la vida o del sano sentido humano y la concepción del mundo, científica y sistemática.

Una manifiesta contradicción con las evidentes exigencias del sano sentido humano, es decir, con la filosofía de la vida, con la actividad práctica de cada día, acabará siendo fatal para toda filosofía científica, porque, con ello, la misma razón humana que especula sufre violencia en el terreno práctico. La filosofía práctica de la vida ha admitido siempre, y siempre admitirá, el ser y el devenir, la unidad y la multiplicidad en las cosas, porque, si lo uno y lo otro, ni siquiera podría negar lo uno o lo otro. Tal sucedió también entre los padres de la Iglesia y los escritores patrísticos; con lo cual se encontraban en el campo aristotélico tanto como en el cristiano. La fe les hablaba del ser y del devenir, lo mismo que la sana ratio, la sana razón humana. Y, al adoptar el tomismo, siguiendo a Aristóteles, como base científica de su síntesis, la doctrina del acto y la potencia, no sólo no se produjo entre él y la patrística ninguna sima, ninguna ruptura, sino una completa armonía. Ante el foro de la sana filosofía de la vida, los padres de la Iglesia eran aristotélico es en el fondo, mucho antes de que en la era cristiana se diera un aristotelismo científico. En este sentido, no es erróneo afirmar: ¡la filosofía del ser y devenir fue el más profundo supuesto y fundamento de toda la filosofía cristiana, de toda la filosofía perenne!

Es cierto que, científicamente, rara o ninguna vez se encontrará en los padres de la Iglesia y escritores patrística os una exposición cohesiva sobre el acto y la potencia. Ni siquiera San Agustín, que conocía por Plotino la doctrina del acto y la potencia, fue llevado por esta doctrina, en sus dos comentarios al Génesis, a una clara concepción de la materia prima como pura potencia. Los motivos de todo esto radican en las circunstancias de la época. La filosofía patrística, a pesar de sus profundísimas especulaciones aisladas, no constituía aún una síntesis, y, por consiguiente, aún no poseía un hogar propio. No era más que el escudero de la fe, y en sus duros e ingeniosos duelos le proporcionaba el platonismo, con su trascendentalismo y ejemplarismo, que Plotino fomentó grandemente y San Agustín hizo suyo, modificándolo, armas agudísimas para defensa del cristianismo. De aquí la tesis sobre "Platón precursor del cristianismo". Todos sabemos qué riqueza de ideas sacó Tomás de esta fuente platónico-agustiniana. Pero también este trascendentalismo y ejemplarismo platónico lo incorporó científicamente a su síntesis a base de acto y potencia.

Poco a poco, con esto entramos ya en el campo de la primitiva escolástica, se va destacando más y más como teoría la doctrina del acto y la potencia. Ciertas tendencias fuertemente monísticas, sobre todo la de Escoto Eriugena y la de los místicos extremados, lo pedían así. Influencia más decisiva sobre los agustiniano, la consiguió la doctrina científica del acto y la potencia gracias a la aparición de la literatura arábigo-aristotélico-judaica, en la segunda mitad del siglo XII, y luego sobre los grandes maestros de París a principios del siglo XIII, como Guillermo de París, Alejandro de Hales, Juan de Rupella y finalmente, sobre Alberto y Buenaventura. Los platónicos y agustiniano los cristianos entran así en la serie de los grandes y meritísimos precursores de la síntesis tomista. Con esto queda ya trazada con suficiente claridad la línea fundamental que une a Tomás con los padres de la Iglesia y con el Agustinismo. Más adelante hablaremos aún de esto con mayor detalle.

C

La doctrina aristotélica del acto y la potencia y el progreso.

También el temor de que el afianzamiento del atomismo sobre la filosofía aristotélica del ser y el devenir pudiera perjudicar al progreso es infundado. ¡Al contrario! La doctrina del acto y la potencia como base inscribe el progreso como lema en la bandera del tomismo. Esto es verdad por dos motivos:

1) en primer lugar, la posibilidad de todo progreso depende de la doctrina del acto y la potencia. ¿Acaso no es así? La filosofía del mero ser, con su absoluta identidad del ser, suprime toda mutación y multiplicidad; y, con ello, todo crecimiento y auge, es decir, todo progreso en el saber. La filosofía del mero devenir, con su absoluto y total devenir, sin ser, excluye todo sujeto del devenir, al cual pudiera añadirse algo nuevo, y, por consiguiente, suprime también todo progreso en el saber. En ese terreno se movían y se mueven los aquellos modernistas y evolucionistas que han proclamado la absoluta mutabilidad de la verdad. Son enemigos del progreso. La Iglesia, al proscribir este modernísimo y fundamental error, ha prestado a la ciencia el mayor servicio. Lo con ello ha dado también la prueba más decisiva de con falsa es aquella afirmación, según la cual, ella habría adoptado, en el transcurso del tiempo y de los siglos, los más diversos y heterogéneos sistemas filosóficos.

En consecuencia, ¡sólo la filosofía del ser y devenir hace posible cualquier verdadero progreso!

2) es, incluso, la única que en principio abre el camino para un progreso infinito. En realidad, el progreso humano será siempre limitado, porque, fuera de Dios, no será ni puede darse ningún infinito en acto. Pero, supuesta la doctrina del acto y la potencia, es posible un infinito progreso humano, porque para el espíritu humano, que está ordenado potencialmente a lo infinito, no hay límites determinados. Y, como quiera que esta posibilidad infinita radica en la íntima esencia del entendimiento espiritual y, al mismo tiempo, puede efectuarse diversamente según los individuos, pueblos, naciones, razas y meridianos, según la preparase científica, las disposiciones físicas, los climas y el genio del pueblo, el progreso puede ser, en atención a todas estas circunstancias, indescriptiblemente vario y diverso. Pero todo esto sólo es posible sobre la base de la filosofía del ser y devenir. Esta filosofía, con su infinito en potencia como objeto del orden filosófico natural, es un reflejo del divino infinito en acto. ¡En esto radica, ciertamente, la dignidad suprema de la filosofía tomista! ¡La doctrina del acto y la potencia se la otorga!

Tomado del libro "La esencia del tomismo", de Manser.

APUNTES EN EL CUADERNO DE BITÁCORA: Los Iconos...

Los iconos no pueden compararse con otras obras de arte en el sentido habitual de esta palabra. Los iconos no son "cuadros". Los cuadros, con sus rasgos y colorido, hablan de los hombres y de los acontecimientos de la realidad concreta. A partir del Renacimiento, la vida y la naturaleza se expresan en cuadros con imágenes en tres dimensiones, imágenes que narran el mundo de los hombres, de los animales, de la naturaleza y de las cosas. E, incluso, si el tema se toma de la mitología, se traduce en la lengua de las imágenes terrestres.

La pintura de los expresionistas y el arte abstracto están llamados, en cambio, a expresar las emociones del pintor, emociones que cambian y transforman las proporciones de los acontecimientos y de las cosas y las relaciones del color entre unos y otras, deforman las cosas hasta que no se reconocen o bien prescinden del todo de sus imágenes. Pero también en este caso los distintos experimentos del colorido y el modelado no llevan a los espectadores a otro mundo, a otro espacio y época, a diferentes valores.

Esta misión en la historia de la cultura humana le ha tocado en suerte a los iconos. Estos no representan, sino que constituyen propiamente otro mundo. Y lo hacen con medios de representación especiales, encontrados en el transcurso de muchos siglos.

También el color de los iconos desempeña un papel significativo: el de un lenguaje simbólico que debe expresar, no el color de las cosas, sino su luminosidad y la de los rostros humanos, iluminadas por una luz cuya fuente se encuentra fuera de nuestro mundo físico. Los espacios dorados de los iconos encarnan esta luz no terrestre, y el fondo dorado simboliza el espacio que “no es de este mundo”. En los iconos no hay sombras, porque en el reino de Dios todo está lleno de luz.

Los iconos tampoco pueden examinarse como si fueran cuadros. En ellos no sólo no se encuentra el espacio habitual, sino que tampoco existen acontecimientos vinculados con las relaciones naturales de causa y efecto. El icono es una ventana abierta a un mundo de otra naturaleza, pero esta ventana se abre sólo para quienes poseen una visión espiritual.

Para poder aproximarse a la comprensión de los iconos es preciso verlos con los ojos del creyente, para el cual Dios es una realidad indudable. Una realidad omnipresente que subyace detrás de todo acontecimiento, un invisible espectador y juez de cuya mirada ya no puede esconderse en ninguna parte.

En la tradición de las "iglesias ortodoxas", los cánones y métodos de creación de los iconos se formado en el transcurso de muchos siglos, incluso antes de que se interesaran por ellos en la antigua Rus (como la conocían sus habitantes). Las tradiciones de la iconografía llegaron a la antigua Rus al mismo tiempo en que se aceptó el cristianismo de Bizancio a finales del siglo X.

El arte bizantino de aquella época tenía carácter religioso y estaba sometido a cánones severos. La regulación de la iconografía era resultado de largas discusiones y luchas, unidas a la iconoclasia. Una de las más importantes causas de la iconoclasia se encontraba en la presión ideológica y militar que ejercían los musulmanes sobre el imperio bizantino.

La prohibición del Islam de venerar imágenes "tocó" al Imperio de Bizancio y, en el año 730, el emperador bizantino León III prohibió el culto de los iconos. Antes de ser emperador, había trabajado mucho en las provincias orientales del Imperio y se encontraba bajo la influencia de los obispos de Asia Menor, los cuales, influidos a su vez por el Islam, pretendían "purificar la religión cristiana" de todo elemento material, sensual y no espiritual. Muchos iconos, mosaicos y frescos fueron destruidos. Pero la veneración de los iconos no se detuvo, más bien continuaba aunque sus seguidores eran cruelmente perseguidos.

El culto de los iconos fue readmitido de forma temporal en el año 787 en el VII Concilio Ecuménico, y definitivamente en 843.

Uno de los defensores autorizados de la veneración de los iconos fue uno de los más grandes teólogos y políticos de la época: Juan Damasceno (675-alrededor de 750), cuyos argumentos ejercieron influencia en las decisiones del VII Concilio Ecuménico. San Juan Damasceno enseñaba que la prohibición del Antiguo Testamento acerca de hacer imágenes de Dios tenía un carácter temporal: “En la antigüedad, nadie hacía imágenes de Dios. Pero ahora, después de que Dios se ha manifestado en la carne y ha vivido en medio de los hombres, hacemos imágenes del Dios visible. No hago la imagen de la Divinidad invisible: hago la imagen del cuerpo de Dios que he visto...”. Juan Damasceno escribió que Dios había venido para los hombres en su Hijo Jesucristo  que entra en el mundo de los hombres y acepta el cuerpo humano: “porque teníamos necesidad de lo que es semejante a nosotros”.

Lo visible no transmite la esencia del Dios inconcebible. Pero, igual que el cuerpo tiene su sombra, también cada original tiene su copia: el icono es recuerdo. Y como la Sagrada Escritura es una representación verbal, una imagen de la historia sagrada, también los iconos son representación suya, pero no verbal, sino hecha con los toques del pincel y con los colores.

Por eso el icono –imagen– no es una copia de lo que se representa, sino el símbolo con cuya ayuda podemos alcanzar la comprensión de lo Divino. El icono desempeña el papel de místico mediador entre el mundo terrestre y el celeste. Así se ha delimitado el sentido de la iconografía.

El VII Concilio Ecuménico exige a los pintores de iconos, durante el proceso de pintura de la imagen, que sigan estrictamente los cánones de la iconografía, los cuales regulan tanto el carácter como el modo de representación de las escenas religiosas y las personas de los santos. Se explica así el hecho de que los iconos son portadores y conservadores de la tradición eclesial. Por ello, en la tradición de las iglesias orientales, la infracción del canon iconográfico y la deformación de la tradición se consideran herejías.

Los iconos están hechos de símbolos y también de letras, con las cuales se puede escribir el texto sagrado. Puede leer y comprender este texto sólo quien conoce las “letras” de este alfabeto.

En la tradición de las "iglesias ortodoxas", la recopilación de todos los iconos "canónicos" constituye por sí misma la plenitud de la enseñanza, al grado tal de existir la siguiente enseñanza: “Si se te acerca un pagano, diciendo -"Muéstrame tu fe"-, lo llevarás a la iglesia y lo pondrás delante de varios tipos de imágenes sagradas”.

El icono es una representación sinóptica de la Sagrada Escritura. Y para que permaneciera inmutable, se creaban y transmitían de un autor a otro, de una generación a otra, los originales iconográficos, los modelos. Durante la elaboración de estos modelos, los rostros de los santos canonizados perdían sus trazos individuales y se transformaban en símbolos, es decir, en signos de una espiritualidad sobrenatural.

La Iglesia Católica siempre ha tenido muy claro que el "objeto" del culto sólo puede ser Dios y de ningún modo los iconos. Estos pueden utilizarse únicamente para adornar los templos con fines ilustrativos. Por esta razón, no se admite la "canonización" de las imágenes.

Así, en la Iglesia Católica, no existen modelos iconográficos, y los pintores de la Europa Occidental pudieron dar su propia interpretación de los temas veterotestamentarios y cristianos. Poco a poco, el arte religioso de la Europa Occidental se alejó cada vez más de la iconografía y creó cuadros de temas religiosos, aportando al mundo las imponentes obras de arte que todos conocemos.

El significado de este proceso es enorme. La actividad del pintor es siempre una búsqueda. Y esta búsqueda encuentra sus frutos: se descubren la perspectiva lineal, los modos de representar el movimiento y la transmisión de las características del aire, entre otras cosas.

Los fieles, cuando iban al templo y se maravillaban de imágenes que podemos llamar iconos, conocían estos descubrimientos y –sin darse cuenta– aprendían. Este “aprendían” debe entenderse en sentido directo y en serio, porque en aquella época la ciencia todavía no estaba separada del arte, y muchos descubrimientos artísticos fueron embriones de las nacientes ciencias.

En Bizancio y en los demás países "ortodoxos" la situación del arte representativo era diferente. La iconografía canonizada crearon un sistema de coordenadas inamovibles. El pintor de iconos no necesitó la búsqueda de nuevos métodos de representación: ya existían los principios de creación de imágenes adecuadas a la fe.

Al inicio del segundo milenio, la Europa Occidental y la Oriental van hacia el futuro por caminos diferentes tanto en la cultura como en el arte y la ciencia.

En la tradición de las "iglesias ortodoxas", la recopilación de las imágenes canónicas que se había realizado y los modelos iconográficos que se habían confirmado, han creado el mundo de la iconografía ortodoxa. De esta forma, ya plenamente delimitada, el arte iconográfico fue transmitido por Bizancio al pueblo de la antigua Rus.

En la Rus, la iconografía encontró una "nueva patria". Los maestros iconográficos rusos no sólo asimilaron de los griegos la tradición del gran arte que estos crearon, sino que también la enriquecieron generosamente. Han dado a la iconografía la estética y el temperamento de un pueblo joven, apenas salido a la escena de la historia mundial. A diferencia de las pesadas y estáticas imágenes bizantinas, los iconos rusos resplandecen de colores luminosos y sonoros, de líneas difuminadas, pero llenas de fuerza y movimiento  Los autores de la mayoría de los iconos rusos no son conocidos. Los iconos, al igual que las oraciones, son producto de la creatividad común y han sido cuidadosamente formados por muchas generaciones, como la talla de una piedra preciosa. El pintor de iconos, durante el proceso de pintar, crea sólo una reproducción nueva del original, se remonta al Prototipo. Pero un buen maestro también podía expresarse con difuminados delicadísimos. Tal "icono-oración" era un directo y personal modo de dirigirse a Dios, y por ello no tenía necesidad de llevar el nombre de la persona que lo creaba. Los mejores iconos de la antigua Rus están llenos de un profundo significado espiritual y, aunque representan el mismo tema, son sorprendentemente distintos, como distintas eran las personas que los pintaron.

La "canonización" de la iconografía desempeñó un doble papel: por una parte, limitó la libertad creativa del pintor de iconos y, por otra, encarnó la rica experiencia iconográfica, fruto de esfuerzos intelectuales y espirituales de las generaciones pasadas. La iconografía es una obra creativa común, y cada pintor aporta su contribución a esta gran labor.

El arte eclesiástico, tanto en la Iglesia Católica como en la tradición de las "iglesias ortodoxas", puede considerarse sólo desde el punto de vista: el eclesiástico. Tal comprensión no es posible sin conocer la enseñanza de la Doctrina Cristiana. Las imágenes religiosas, los iconos y el canto eclesial no pueden tratarse únicamente desde una óptica estética. Por sí mismos representan algo diferente del arte. La "iglesia ortodoxa rusa", por ejemplo, ha insistido en recuperar los iconos milagrosos, conservados en museos. En un museo, el icono deja de ser icono. Tiene necesidad de toda la estructura de la vida eclesial y del contexto de la Fe: el templo, la liturgia, el lugar en el orden de los demás iconos y, sobre todo, los ojos de los fieles, para los cuales el icono es la ventana a otra realidad: la realidad del mundo divino.

sábado, 24 de noviembre de 2012

EL BELÉN MINIMALISTA DE RATZINGER: Por D. Winfrid Due.


Como decía en la entrada anterior (enlace aquí), la confusión está en la calle. Una confusión que uno llega a pensar si no será deliberada, porque en la portada del librito aparece en tipos pequeños 'Joseph Ratzinger' y en letras mayores 'Benedicto XVI'. Por eso mismo no desatinarán los que digan que, con la letra chica, Ratzinger está escribiendo lo que Benedicto no se atreve a decir. Será o no será, pero el hecho se presta a esta conclusión/confusión. Incluso a peores (conclusiones/confusiones).

Hasta Tornielli, el vaticanista, [cae en la trampa y] hace uso de la comunicación de idiomas y dice Benedicto XVI por Ratzinger: "El nuevo libro de Benedicto XVI sobre el nacimiento de Jesús."

Y si el muy ducho vaticanista Tornielli se atreve, la prensa corriente, lo mismo: La afirmación esencial del ultimo libro de Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”, presentado el martes en Roma es que las narraciones de Mateo y Lucas son “historia real y sucedida, interpretada y comprendida sobre la base de la Palabra de Dios”. 

Aquí, también el ABC, sobre la mula y el buey, víctimas inocentes de la clarividencia histórico-crítica de Ratzinger o B16, tanto monta, monta tanto (no en mula, obviamente): "En su último libro, "La Infancia de Jesús", el Papa Benedicto XVI recuerda que no había animales en el pesebre en el momento del nacimiento de Jesús, según consta en los evangelios de Lucas y Mateo" (enlace aquí).

El Belén que imagina Ratzinger (seu Benedictus) es una composición de lugar minimalista, gélida, asépticamente histórico-crítica, tan lejos de la imaginería popular. Una imaginería que no es siquiera franciscana del siglo XIII, porque el tema de la mula y el buey en el pesebre ya aparecen en la iconografía navideña más antigua, por ejemplo en el bello Frontal de Stª María de Aviá (enlace aquí) que he puesto de imagen de cabecera. 

El frontal, una pieza del románico hispano de fines del s. XII o comienzos del XIII, recoge todas esas escenas que Ratzinger dice 'creíbles' para luego dejarlas en un esqueleto conceptual, sin carne, ni sangre, ni piel, si me explico. En el precioso antipendio catalán están representados los Misterios de la Anunciación, la Visitación, los Magos, el Nacimiento y la Presentación, tal y como se entienden en una lectura concordada de los Santos Evangelios de San Mateo y San Lucas. Incluye también el icono detalles de la tradición cristiana más remota, como los nombres de los Santos Magos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, así como la mula y el buey junto al pesebre del Niño.

El frontal de altar románico figura en sus imágenes lo que se creía entonces. Así lo creo yo también, con todos esos detalles tan ricamente avalados por la tradición cristiana, católica. También la iconografía es tradición, también la imaginería tradicional del arte cristiano forma parte del depósito de la Tradición. Una iconografía navideña tan contrastada y universal que puede competir con toda su autoridad, revalidada a través de los siglos, con esa representación minimalista de Ratzinger, un teólogo al fin, sólo eso, un profesor. Porque el Papa no ha hablado, el Papa no ha dicho nada, el Papa no ha escrito ni una letra de ese libro, un libro que (bien considerado) un Papa no puede ni debe escribir.

El Papa (dicho salva reverentia) lo que debería haber hecho es poner traba y freno al Ratzinger extemporáneo.

He recordado mucho estos últimos días a una de mis tías, una fenomenal combatiente católica que se pasó los últimos años de su vida postrada en una cama y gobernando con un bastón su pequeño mundo. Sufrió enormemente la revolución litúrgica y demás trastornos y mudanzas del post-concilio. Muy consciente, muy firme, cuando le contaban las novelerías y las cosas que se iban haciendo, decía:

-Si el Papa se quiere condenar, que se condene, que yo me mantengo en lo de siempre.

Murió santamente, creyendo en los Tres Reyes Magos, la mula y el buey, las Estrella de Belén y todas los demás artículos de fe del Credo de los Humildes, limpios de corazón que ven a Dios en los Santos Evangelios sin crítica histórica.

¡Ay del que escandalice a esos pequeños!

 +T.


Tomado de EX ORBE: http://exorbe.blogspot.com.es/2012/11/jesus-de-ratzinger-3-entrega.html

martes, 20 de noviembre de 2012

APUNTES EN EL CUADERNO DE BITÁCORA: Radiomensaje de 16 de abril de1939 de Su Santidad Pío XII a los fieles de España.

Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la Católica España, para expresaros nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria, con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos.
 
Anhelante y confiado esperaba Nuestro Predecesor, de s. m., esta paz providencial, fruto sin duda de aquella fecunda bendición, que en los albores mismos de la contienda enviaba «a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión»; y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la que él mismo desde entonces auguraba, «anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad».
 
Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar una vez más sobre la heroica España. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. La propaganda tenaz y los esfuerzos constantes de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer en España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo; y aunque es verdad que el Omnipotente no ha permitido por ahora que lograran su intento, pero ha tolerado al menos algunos de sus terribles efectos, para que el mundo viera, cómo la persecución religiosa, minando las bases mismas de la justicia y de la caridad, que son el amor de Dios y el respeto a su santa ley, puede arrastrar a la sociedad moderna a los abismos no sospechados de inicua destrucción y apasionada discordia.
 
Persuadido de esta verdad el de sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristianas, profundamente arraigados en el suelo de España; y ayudado de Dios, «que no abandona a los que esperan en Él (Jdt 13, 17) supo resistir al empuje de los que, engañados con lo que creían un idea humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo.
 
Este primordial significado de vuestra victoria Nos hace concebir las más halagüeñas esperanzas, de que Dios en su misericordia se dignará conducir a España por el seguro camino de su tradicional y católica grandeza; la cual ha de ser el norte que oriente a todos los españoles, amantes de su Religión y de su Patria, en el esfuerzo de organizar la vida de la Nación en perfecta consonancia con su nobilísima historia de fe, piedad y civilización católicas.
 
Por esto exhortamos a los Gobernantes y a los Pastores de la Católica España, que iluminen la mente de los engañados, mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo de donde han procedido sus errores y desdichas y de donde podrían retoñar nuevamente. Proponedles los principios de justicia individual y social, sin los cuales la paz y prosperidad de las naciones, por poderosas que sean, no pueden subsistir, y son los que se contienen en el Santo Evangelio y en la doctrina de la Iglesia.
 
No dudamos que así habrá de ser, y la garantía de Nuestra firme esperanza son los nobilísimos y cristianos sentimientos, de que han dado pruebas inequívocas el Jefe del Estado y tantos caballeros sus fieles colaboradores con la legal protección que han dispensado a los supremos intereses religiosos y sociales, conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica. La misma esperanza se funda además en el celo iluminado y abnegación de vuestros Obispos y Sacerdotes, acrisolados por el dolor, y también en la fe, piedad y espíritu de sacrificio, de que en horas terribles han dado heroica prueba las clases todas de la sociedad española.
 
Y ahora ante al recuerdo de las ruinas acumuladas en la guerra civil más sangrienta que recuerda la historia de los tiempos modernos, Nos con piadoso impulso inclinamos ante todo nuestra frente a la santa memoria de los Obispos, Sacerdotes, Religiosos de ambos sexos y fieles de todas edades y condiciones que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica: «maiorem hac dilectionem nemo habet», «no hay mayor prueba de amor » (Jn 15, 13).
 
Reconocernos también nuestro deber de gratitud hacia todos aquellos que han sabido sacrificarse hasta el heroísmo en defensa de los derechos inalienables de Dios y de la Religión, ya sea en los campos de batalla, ya también consagrados a los sublimes oficios de caridad cristiana en cárceles y hospitales.
 
Ni podemos ocultar la amarga pena que nos causa el recuerdo de tantos inocentes niños, que arrancados de sus hogares han sido llevados a lejanas tierras con peligro muchas veces de apostasía y perversión: nada anhelamos más ardientemente que verlos restituidos al seno de sus familias, donde volverán a encontrar ferviente y cristiano el cariño de los suyos. Y aquellos otros, que como hijos pródigos tratan de volver a la casa del Padre, no dudamos que serán acogidos con benevolencia y amor.
 
A Vosotros toca, Venerables Hermanos en el Episcopado, aconsejar a los unos y a los otros, que en su política de pacificación todos sigan los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo: de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados. Nuestra solicitud, también de Padre, no puede olvidar a estos engañados, a quienes logró seducir con halagos y promesas una propaganda mentirosa y perversa. A ellos particularmente se ha de encaminar con paciencia y mansedumbre Vuestra solicitud Pastoral: orad por ellos, buscadlos, conducidlos de nuevo al seno regenerador de la Iglesia y al tierno regazo de la Patria, y llevadlos al Padre misericordioso, que los espera con los brazos abiertos.
 
Ea pues, queridísimos hijos, ya que el arco iris de la paz ha vuelto a resplandecer en el cielo de España, unámonos todos de corazón en un himno ferviente de acción de gracias al Dios de la Paz y en una plegaria de perdón y de misericordia para todos los que murieron; y a fin de que esta paz sea fecunda y duradera, con todo el fervor de Nuestro corazón os exhortamos a «mantener la unión del espíritu en el vínculo de la paz » (Ef 4, 2-3). Así unidos y obedientes a vuestro venerable Episcopado, dedicaos con gozo y sin demora a la obra urgente de reconstrucción, que Dios y la Patria esperan de vosotros.
 
En prenda de las copiosas gracias, que os obtendrán la Virgen Inmaculada y el Apóstol Santiago, patronos de España, y de las que os merecieron los grandes Santos españoles, hacemos descender sobre vosotros, Nuestros queridos hijos de la Católica España, sobre el Jefe del Estado y su ilustre Gobierno, sobre el celante Episcopado y su abnegado Clero, sobre los heroicos combatientes y sobre todos los fieles Nuestra Bendición Apostólica.
 
S.S. Pío XII. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

LO QUE SE DA A DIOS: Por D. Winfrid Due.

En el clásico "Jerusalén en tiempos de Jesús" de Joaquim Jeremias aparecen algunos datos sobre la magnificencia del Templo re-edificado por Herodes el Grande. Se cuenta la opulencia de los Príncipes de Adiabene, prosélitos devotos, que dejaban espléndidas ofrendas cada vez que visitaban Jerusalén. Se recuerda también algunos exornos magníficos, como un emparrado todo de oro del que los fieles iban colgando como ofrenda hojas, sarmientos y racimos de oro comprados en las tiendas de los orfebres y joyeros de Jerusalén, famosos por la belleza de sus artesanías. 

La escena del óbolo de la viuda transcurre en el Gazofilacio del Templo de Jerusalén. El texto del Evangelio (Mc 12, 41 ss.//Lc. 21. 1-4) dice que la pobre viuda echó en el arca de las ofrendas dos moneditas ínfimas. Pero el Señor ponderó la entrega de la viuda, que no daba de lo que le sobraba, sino que puso en el cepillo todo lo que tenía.

El valor de lo que se da a Dios es relativo, vale según las circunstancias de cada cual, y, así, lo mucho que da un magnate es poco comparado con sus bienes, en cambio lo poco que da un pobre es mucho porque es casi todo lo que posee. Pero, ampliando la compresión de este pasaje del Evangelio, hay que entender que se puede referir igualmente a otra clase de donaciones, no sólo las de dinero. Por ejemplo, el que disponiendo de poco tiempo dedica a Dios unos pocos minutos de ese tiempo ofrenda más, relativamente, que otro que tenga disponibles para el culto y la oración las 24 horas del día y dedique a ello dos, o tres, o cuatro horas. Salva siempre la intención recta y la intensa voluntad, las posibilidades de un caso respecto a otro pueden revalorizar un acto pequeño y desmerecer otro aparentemente mayor. 

En parecido sentido, aplicando ese sentido moral del texto a nuestra interioridad espiritual, tendremos que valorar por encima de las muchas acciones buenas que practicamos sin esfuerzo aquellas otras acciones pequeñas, incluso mínimas, que nos suponen especial esfuerzo, disciplina, vencimiento. Si uno es generoso por naturaleza de carácter y da limosna abundante sin fatiga, pero, sin embargo, es perezoso y negligente, un pequeño acto de diligencia y aplicación atenta puede tener más mérito en cuanto virtud que una buena limosna entregada sin particular esfuerzo (sin que quiera decir con esto que un acto pueda sustituir al otro y evitemos la limosna escogiendo a cambio practicar otra acción ascética). Se trata del valor intrínseco de nuestros actos, que pueden ser de mejor calidad y mérito aunque sean extrínsecamente mayores cuantitativamente. 

In conspectu Domini, nunca lo olvidemos: Todas nuestras acciones suceden en presencia de Dios, que es quien las sopesa y juzga, como Cristo valoró el óbolo de la viuda en el Gazofilacio. 

Otra reflexión más: Es la ley de la Caridad la que, finalmente, avalora nuestros actos meritorios, según el Amor de Dios con que los hagamos y según el amor al prójimo con que los practiquemos. Siempre con esta secuencia, primero el amor de Dios, luego, como su consecuencia, el amor al prójimo. Por eso se pedían (antes, antiguamente) las limosnas "por amor de Dios", y se respondía al donante -"Que Dios se lo pague"-. Una simple pero cristiana y precisa comprensión del pedir y el dar, según la regla de la caridad. 

Esta mañana, predicando el Evangelio del óbolo de la viuda, recordé mis primeros ejercicios espirituales, tendría yo unos 10 años, una Cuaresma en la que nos llevaron a hacer unos días de retiro a todos los alumnos del instituto de bachillerato, sería el año 1970, ó el 71. El cura, en una de las meditaciones, nos relató un cuento de Rabindranath Tagore, que era, más o menos, así:

Estaba un mendigo harapiento pidiendo limosna al borde de un camino cuando vió venir a lo lejos el cortejo del rey. Los jinetes de la guardia real pasaron montados en sus caballos con ricas guadralpas y banderines en la punta de sus lanzas enhiestas, seguían lacayos y servidores con ostentosas libreas, otros pajes llevaban estandartes y banderas delante de la carroza real. 

Al llegar al sitio donde estaba el mendigo, la carroza se detuvo, un paje abrió la puerta y el rey bajó, con su manto y su corona, y se dirigió al mendigo tendiendole la mano y pidiéndole:

-Dame!"-, le dijo el rey al mendigo. 

El mendigo, mudo de estupefacción, no sabía qué hacer. El rey volvió a pedirle con la mano tendida -"¡Dame!"- Entonces el mendigo abrió su alforja, tomó un grano de arroz y lo puso en la mano abierta del rey. El rey, en cuanto tuvo el grano de arroz en su palma, cerró la mano y se inclinó agradecido ante el mendigo, luego subió a la carroza y el cortejo siguió su camino, mientras el mendigo, asombrado, miraba cómo se alejaban. 

Aquella noche, cuando el mendigo llegó a su mísera casucha, encendió un candil y volcó el contenido de lu alforja sobre la mesa: Con los ojos muy abiertos vió que entre los granos de arroz brillaba un reluciente grano de oro, y comprendió que, prodigiosamente, por el grano de arroz que le dió al rey otro grano se había convertido en oro. Y lloró amargamente por no habérle dado todo al rey. 

El cura insistió en esta última frase: -"Cuánto lloró aquel mendigo, qué amargamente, por no haber tenido voluntad para habérselo dado todo al rey"-. Nos la repitió enfáticamente, dos o tres veces. 

Teníamos diez u once años, no sé si todos comprendimos el cuento y su final. A mí, no se me ha olvidado.

Tomado de EX ORBE: http://exorbe.blogspot.com.es/2012/11/lo-que-se-da-dios.html

jueves, 8 de noviembre de 2012

POESÍA: Melancolía...

 
Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.

Ese es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
ya veces que es muy corto...

Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

Ruben Darío

martes, 6 de noviembre de 2012

CRISTIADA: Por Antonio Capponetto.

Tomamos la precisa, breve y acertada crítica sobre la película “Cristiada” que escribe el Dr. Antonio Caponnetto, dirigida principalmente a sus errores y desaciertos históricos. Aunque, por supuesto, no deja de ser una película altamente recomendable.
 
Hemos visto esta película que tanto deseábamos ver. So­bre todo —porque merced a la generosidad de algunos amigos mexicanos— pudimos tener acceso al guión original, a principios del año 2010. Sabíamos entonces, con bastantes detalles, de sus aciertos y errores, pero no era lo mismo con­templar el fruto terminado. Al fin lo hicimos.
 
Como el común de la gente, empezando por los católicos, des­conoce completamente la epopeya cristera, que una película les permi­ta anoticiarse de la misma, ya es to­do un logro. Máxime si en ese ano-ticiamiento, los combatientes de Cristo Rey quedan genéricamente exaltados, y sus verdugos suscitan el desprecio por sus conductas ho­micidas. Si a esto se le suma que el aludido público común podrá tomar conciencia, siquiera fugaz, de que existieron sacerdotes como Cristó­bal Magallanes, leales a la Cruz has­ta el derramamiento de la propia sangre, niños mártires como José Sánchez del Río, generales valien­tes y aguerridos como Gorostieta, mujeres bravias como las integran­tes de las Brigadas Juana de Arco, y dirigentes católicos abnegados co­mo Anacleto Gpnzález Flores, todo es ganancia, y sólo restaría decir que recomendamos el filme sin más rodeos. Que circule, que las almas se entusiasmen ante el fulgor de los arquetipos, que le recen a los san­tos y honren a los héroes, y que el buen Dios haga el resto.
 
Pero no es tan sencillo. Porque la película tiene serios errores con­ceptuales, increíbles tergiversacio­nes históricas y abundantes licen­cias cinematográficas, algunas legí­timas o artísticamente logradas y otras decididamente antoja­dizas o inverosímiles.
 
De los errores conceptua­les el más pernicioso es el de presentar a los Cristeros co­mo una especie de "avant garde" de la Dignitatis humanæ. Defensores de la li­bertad religiosa, de los dere­chos humanos, de la socie­dad abierta y plural, de los ideales democráticos y de la convi­vencia pacífica. Es tan explícito el afán de resultar eclesiológica y polí­ticamente correctos, que a quienes estamos medianamente imbuidos del espíritu de aquella gesta, no puede sino resultarnos indignante. Los Cristeros batallaron por la Reyecía de Cristo en su amada y ama­ble patria mexicana, no por la liber­tad de culto. Eran soldados de la Virgen de Guadalupe, no de las ga­rantías democráticas para todos los creyentes. Su guerra justísima se li­braba por la majestad del Hijo, no por los derechos del hombre.
 
De las tergiversaciones históri­cas, que son muchas, nos preocu­pan dos en particular. La primera, el desdibujamiento imperdonable de la personalidad y de la muerte de Anacleto. A instancias del guión, Verástegui lo compone al modo ghandiano, con perfiles superficia­les y dubitativos, sin el fuego y el arrojo que le fueron tan característi­cos, sin esa oratoria formidable que hacía estremecer los corazones y los puños; y sobre todo, sin ese sa­crificio postrero signado por su do­ble consigna dejada como herencia a las Américas: ¡Dios no muere y Viva Cristo Rey!
 
La segunda tercedura de la rea­lidad pasada se comete con Victo­riano Ramírez, el legendario “Catorce”, así llamado por liquidarse él solito ese número de federales. No fue ciertamente un glamoroso espa­dachín egresado de academias cas­trenses, pero tampoco el marginal maleducado que responde con es­cupitajos a sus superiores. Se lo muestra salvando su vida a expen­sas de la de José Sánchez del Río, y objeto por eso de severos repro­ches de parte del General Gorostie­ta. Invención pura que menoscaba su real dimensión de hombre de bien.
 
Otrosí se diga del Padre Vega. No asaltó un tren en la estación La Barca ocupado por inofensivos pa­sajeros, como se lo pinta; y es con­tradictorio que la película lo inculpe de esta tropelía; cuando en la pelí­cula misma se lo muestra particular­mente preocupado de salvaguardar las vidas inocentes. Al igual que en el caso de Victoriano, no diremos que el Padre Vega era un teólogo salmantino, pero ningún cura de entonces, con su catecismo a cues­tas, podía haber quedado sin res­puesta precisa cuando el General Gorostieta, ante la muerte cruel de José Sánchez del Río, le pregunta escéptico: “¿qué clase de Dios puede permitir esto?” Un Dios que dio su sangre inocente por nosotros, era la elementalísima y veraz respuesta.
 
En su lugar, el Padre Vega des­barra una contestación absurda e imposible, en un diálogo que, por supuesto, tampoco existió en la realidad. Apuntamos este detalle, porque por ser políticamente co­rrecta, la película no podía simpati­zar con aquellos curas que comba­tieron arma al brazo por la Principalía de Nuestro Señor. Luego, el Padre Vega, debía ser mostrado más bien torpe, primitivo y algo adicto a la violencia.
 
Licencias cinematográficas, al fin, son casi todas las secuencias de la película, que entrevera a piacere personajes, lugares, tiempos, diálo­gos, hechos y anécdotas, sin tener el más mínimo cuidado de la reali­dad pasada. Que el General Gorostieta acuda a la tumba fresca de Josecito, abrace su cadáver y mate a sus torturadores, forma parte de la lógica del western. No sucedió, pe­ro emociona y gratifica verlo. El corazón del espectador disfruta con esta feliz invención. En cambio, que se omita expresamente toda re­ferencia a la masonería y a su dia­bólica participación en el desenlace de los hechos, cubriendo de subter­fugios los “arreglos”, más que a li­cencia artística suena a escamoteo de una realidad crucial.
 
No hacemos juicios técnicos porque no es nuestra competencia.
 
No abundamos en detalles (cabría hacerlo y con especificidad de da­tos), porque el comentario sería inagotable. Sólo escribimos estas líneas procurando dar algún criterio a quienes la vean. Categóricamen­te afirmamos que es una película digna de ser vista más de una vez; y si fuera posible, al lado de nuestras familias, amigos y alumnos. Con las reservas y prevenciones del ca­so, ya quedó dicho. Pero también con el regocijo espiritual de consta­tar que el cine ha servido, como en pocas ocasiones, para dejar cons­tancia gozosa del plebiscito de los mártires, como decía el beato Anacleto González Flores.
 
Antonio Caponnetto, revista “Cabildo” nº99, año XIII, 3ª época.