Tomamos la precisa, breve y acertada crítica sobre la película “Cristiada” que escribe el Dr. Antonio Caponnetto, dirigida principalmente a sus errores y desaciertos históricos. Aunque, por supuesto, no deja de ser una película altamente recomendable.
Hemos visto esta película que tanto deseábamos ver. Sobre todo —porque merced a la generosidad de algunos amigos mexicanos— pudimos tener acceso al guión original, a principios del año 2010. Sabíamos entonces, con bastantes detalles, de sus aciertos y errores, pero no era lo mismo contemplar el fruto terminado. Al fin lo hicimos.
Como el común de la gente, empezando por los católicos, desconoce completamente la epopeya cristera, que una película les permita anoticiarse de la misma, ya es todo un logro. Máxime si en ese ano-ticiamiento, los combatientes de Cristo Rey quedan genéricamente exaltados, y sus verdugos suscitan el desprecio por sus conductas homicidas. Si a esto se le suma que el aludido público común podrá tomar conciencia, siquiera fugaz, de que existieron sacerdotes como Cristóbal Magallanes, leales a la Cruz hasta el derramamiento de la propia sangre, niños mártires como José Sánchez del Río, generales valientes y aguerridos como Gorostieta, mujeres bravias como las integrantes de las Brigadas Juana de Arco, y dirigentes católicos abnegados como Anacleto Gpnzález Flores, todo es ganancia, y sólo restaría decir que recomendamos el filme sin más rodeos. Que circule, que las almas se entusiasmen ante el fulgor de los arquetipos, que le recen a los santos y honren a los héroes, y que el buen Dios haga el resto.
Pero no es tan sencillo. Porque la película tiene serios errores conceptuales, increíbles tergiversaciones históricas y abundantes licencias cinematográficas, algunas legítimas o artísticamente logradas y otras decididamente antojadizas o inverosímiles.
De los errores conceptuales el más pernicioso es el de presentar a los Cristeros como una especie de "avant garde" de la Dignitatis humanæ. Defensores de la libertad religiosa, de los derechos humanos, de la sociedad abierta y plural, de los ideales democráticos y de la convivencia pacífica. Es tan explícito el afán de resultar eclesiológica y políticamente correctos, que a quienes estamos medianamente imbuidos del espíritu de aquella gesta, no puede sino resultarnos indignante. Los Cristeros batallaron por la Reyecía de Cristo en su amada y amable patria mexicana, no por la libertad de culto. Eran soldados de la Virgen de Guadalupe, no de las garantías democráticas para todos los creyentes. Su guerra justísima se libraba por la majestad del Hijo, no por los derechos del hombre.
De las tergiversaciones históricas, que son muchas, nos preocupan dos en particular. La primera, el desdibujamiento imperdonable de la personalidad y de la muerte de Anacleto. A instancias del guión, Verástegui lo compone al modo ghandiano, con perfiles superficiales y dubitativos, sin el fuego y el arrojo que le fueron tan característicos, sin esa oratoria formidable que hacía estremecer los corazones y los puños; y sobre todo, sin ese sacrificio postrero signado por su doble consigna dejada como herencia a las Américas: ¡Dios no muere y Viva Cristo Rey!
La segunda tercedura de la realidad pasada se comete con Victoriano Ramírez, el legendario “Catorce”, así llamado por liquidarse él solito ese número de federales. No fue ciertamente un glamoroso espadachín egresado de academias castrenses, pero tampoco el marginal maleducado que responde con escupitajos a sus superiores. Se lo muestra salvando su vida a expensas de la de José Sánchez del Río, y objeto por eso de severos reproches de parte del General Gorostieta. Invención pura que menoscaba su real dimensión de hombre de bien.
Otrosí se diga del Padre Vega. No asaltó un tren en la estación La Barca ocupado por inofensivos pasajeros, como se lo pinta; y es contradictorio que la película lo inculpe de esta tropelía; cuando en la película misma se lo muestra particularmente preocupado de salvaguardar las vidas inocentes. Al igual que en el caso de Victoriano, no diremos que el Padre Vega era un teólogo salmantino, pero ningún cura de entonces, con su catecismo a cuestas, podía haber quedado sin respuesta precisa cuando el General Gorostieta, ante la muerte cruel de José Sánchez del Río, le pregunta escéptico: “¿qué clase de Dios puede permitir esto?” Un Dios que dio su sangre inocente por nosotros, era la elementalísima y veraz respuesta.
En su lugar, el Padre Vega desbarra una contestación absurda e imposible, en un diálogo que, por supuesto, tampoco existió en la realidad. Apuntamos este detalle, porque por ser políticamente correcta, la película no podía simpatizar con aquellos curas que combatieron arma al brazo por la Principalía de Nuestro Señor. Luego, el Padre Vega, debía ser mostrado más bien torpe, primitivo y algo adicto a la violencia.
Licencias cinematográficas, al fin, son casi todas las secuencias de la película, que entrevera a piacere personajes, lugares, tiempos, diálogos, hechos y anécdotas, sin tener el más mínimo cuidado de la realidad pasada. Que el General Gorostieta acuda a la tumba fresca de Josecito, abrace su cadáver y mate a sus torturadores, forma parte de la lógica del western. No sucedió, pero emociona y gratifica verlo. El corazón del espectador disfruta con esta feliz invención. En cambio, que se omita expresamente toda referencia a la masonería y a su diabólica participación en el desenlace de los hechos, cubriendo de subterfugios los “arreglos”, más que a licencia artística suena a escamoteo de una realidad crucial.
No hacemos juicios técnicos porque no es nuestra competencia.
No abundamos en detalles (cabría hacerlo y con especificidad de datos), porque el comentario sería inagotable. Sólo escribimos estas líneas procurando dar algún criterio a quienes la vean. Categóricamente afirmamos que es una película digna de ser vista más de una vez; y si fuera posible, al lado de nuestras familias, amigos y alumnos. Con las reservas y prevenciones del caso, ya quedó dicho. Pero también con el regocijo espiritual de constatar que el cine ha servido, como en pocas ocasiones, para dejar constancia gozosa del plebiscito de los mártires, como decía el beato Anacleto González Flores.
Antonio Caponnetto, revista “Cabildo” nº99, año XIII, 3ª época.
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