"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

martes, 24 de mayo de 2011

INCRÉDULOS: Por Juan Manuel de Prada.

Los incrédulos creer en cualquier cuento revestido de “cosa seria”. Hasta el “hombre de las cavernas” se ha transformado en algo “serio” cuando es una mera fábula. Se lo viste de “ciencia”, cuando en realidad es fantaciencia o mera ciencia ficción. Se idolatra la “información”, y es una época donde abundan los desinformados y, lo que es mucho peor, los mal informados.

Incrédulos.

Vivimos una época extraña. El hombre de nuestro tiempo lee, por ejemplo, el pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces y sonríe con suficiencia; pero a continuación coge sus ahorrillos y los pone en manos de un agente de bolsa que le ha prometido devolvérselos en unos pocos meses convertidos en una suma fastuosa. Para refutar el milagro del Evangelio, el hombre de nuestro tiempo argumentará empleando las leyes de la ciencia empírica; para aceptar que sus ahorrillos le depararán una fortuna, recurrirá a abstrusas leyes bursátiles de dudoso cumplimiento. Lo cual nos confirma que los incrédulos suelen ser, precisamente, las personas que más denodadamente creen en aquellas cosas que el sentido común juzga increíbles.

La experiencia nos demuestra que a una generación de escépticos suele suceder una generación de místicos. La nuestra, sin duda, se trata de una generación de escépticos que miran al místico con una suerte de compasiva arrogancia, como si de un pobre diablo se tratase. Y uno estaría dispuesto a dejarse tratar de pobre diablo si los escépticos fueran coherentes con su escepticismo; pero, a poco que uno rasca, descubre que la incredulidad del escéptico sólo atañe a determinados asuntos. El mismo incrédulo que se carcajea de los enfermos que se confían a la intercesión de un santo está convencido de que vivirá más de cien años, gracias a no sé qué avances de la ingeniería genética que hasta la fecha sólo se han verificado en el ámbito especulativo. El mismo incrédulo que se burla de la existencia de un cielo donde los justos se están quietecitos, contemplando el rostro de Dios, cree a pies juntillas en la existencia de espectros viajeros que acuden a la llamada de un espiritista. Decía Chesterton que, cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa; y nuestra extraña época, tan descreída de lo trascendente, está dispuesta a creer en cualquier trivialidad o intrascendencia, con el agravante de encumbrarla a una categoría mayúscula. Y así, nos encontramos con gentes que creen en tal o cual Ideología que solucionará los problemas que afligen a la humanidad, o en un Progreso Indefinido que traerá la prosperidad a los pueblos, o en el Libre Mercado. En cambio, si al creyente en la Ideología o el Progreso o el Libre Mercado le decimos que creemos en la comunión de los santos o en la resurrección de la carne, de inmediato nos convertiremos en diana de sus escarnios.

Leonardo Castellani, en uno de sus memorables artículos, recoge un chiste protagonizado por un incrédulo que exclama orgulloso: «¡Yo no creo sino en lo que entiendo!». A lo que el crédulo le responde: «¡Ah! Con razón dice la gente que usted no cree en nada». El escepticismo de nuestra época consiste básicamente en negarse a entender, no ya la existencia, sino la posibilidad de una realidad trascendente; y en ponerse como un basilisco cuando alguien se niega a creer tan sólo en la realidad material. Hace algunas semanas publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado Creacionismo en el que me atrevía a afirmar –¡oh, réprobo!– que la ciencia nunca podrá refutar la intervención divina en el origen del hombre; y que, en cambio, el mero sentido común nos enseña que ciertos misterios que rodean dicho origen no son explicables a la mera luz de las teorías evolutivas. He recibido cartas en las que se me tilda de fanático, supersticioso, botarate y no sé cuántas enormidades más; y otras, más educadas, que me acusan de carecer de suficiente ‘información’ (la ‘información’ es otro de los ídolos que nuestra época venera). Pero, por mucho acopio de información que uno recopilara, nunca podría explicarse por qué el hombre de las cavernas se puso un día a pintar; tampoco podría, por cierto, entender por qué, al salir de las cavernas, se puso de rodillas y empezó a adorar a Dios. El escéptico lo resolvería diciendo que el hombre se puso de rodillas porque sentía miedo; y que, por tanto, Dios es fruto de su temerosa imaginación. Afirmación que es al menos discutible; en cambio, si se nos ocurriera definir la Ideología, el Progreso o el Libre Mercado como productos del miedo, incurriríamos en falta gravísima ante los incrédulos.

A la postre, descubrimos que los crédulos son quienes creen en un Ser Supremo; los incrédulos, en cambio, creen indiscriminadamente en todo bicho viviente (o inanimado).

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