"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

jueves, 20 de septiembre de 2012

LA DESESPERACIÓN PAGANA (II): Por el R.P. Leonardo Castellani.

Esa desesperación pagana hace irrupción actualmente en el mundo neopagano a través de la literatura de los países protestantes; y su siniestro glas es el toque de sálvese quien pueda para toda una civilidad descristianada.
 
Tenemos delante tres libros de vacaciones recientemente publicados en una primorosa colección llamada "La Pajarita de Papel". El director de la colección, supremo catador de elixires poéticos, ha juzgado que ellos son lo más fino y lo más "allá" que se puede brindar al público argentino, que despierta de su ensueño analfabeto para convertirse en lector ferviente. David Lawrence, Katherine Mansfield, Franz Kafka. Los tres poetas indiscutiblemente genuinos representan en tres formas distintas, bastante paralelas a las de Ovidio, Catulo y Lucrecio, un terrible testimonio de la desesperación pagana, mil veces más acre y sacrílega actualmente que en el paganismo precristiano, pues entre éstos y aquéllos ha pasado nada menos por el mundo la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, no ha pasado en vano.
 
Katherine Mansfield, para empezar por la más amable del trío, es una niña neozelandesa o australiana transportada al más refinado ambiente londinense, y de cuya vida, devastada rápidamente como una flor exótica o un ave del paraíso, nos quedan unas cuantas narraciones breves, una novela, unas memorias truncas y una colección de cartas, que no son todos sino poemas autobiográficos y elegíacos de tan delicada calidad literaria y tan profunda, sutil y penetrante tristeza que la comparación con el ruiseñor de Verona es obligatoria.
 
Las novelitas de la Mansfield (traducidas las mejores por Leonor Acevedo con un resultado si traidor, admirable) son narraciones sin argumento ni materia casi, descripciones de escenas familiares y caseras hechas con una técnica impresionista y puntillista que parece que juega con líneas graciosas y colores vivos, pero que tienen una solidez y una convicción irrecusables, un soplo de realidad poética que imponen a la fe como sustancias macizas esos cuadritos hechos de aire y tules. Todo lo que se diga para caracterizar este arte entre paisaje y minuetto, de toque tan seguro y leve, es inútil: hay que leerlo. Lo que me interesa ahora es el contenido filosófico y teológico de estos cuadritos tan femíneamente frívolos. Diríase que no hay dello absolutamente nada. Y sin embargo están allí tímidamente las patéticas confesiones del inexorable amustiarse de un alma niña indefensa que las "Cartas" y el "Diario" de Catalina balbucea en forma directa pero confusa, y sus novelas en forma implícita pero lúcida, como es propio del poeta épico. Dios está allí actuando por su ausencia; y la desesperación penetra como un gas venenoso las escenas de acuarela donde toda ternura, delicia y confort que la vida puede dar juguetean; la desesperación como un rojo letrero de remate sobre un parque en primavera. No es la inquietud propiamente, sino el fatal quietismo: no es la fiebre sino la indolora gangrena, la necrosis. No es la agitación de Agustino:
 
"hicístenos, ¡Oh! Dios para Vos, inquieto está nuestro pecho hasta descansar en Vos". Es una muerta calma chicha, una inexpresable desolación sin lucha. Lo espantoso del caso es que al alma (allí llamada Beryl Fairfield o Laura Sheridan) no le falta nada: familia, amor, comodidad, diversiones, quehaceres, el arte, la natura, el cielo y el mar inmenso, fresco y sublime de La Bahía. Pero hay un malentendido íntimo e irreparable entre todas esas cosas y el íntimo del alma, tan sutil y total que no se puede expresar (y de hecho nunca está expresado) ni siquiera con un suspiro que un bostezo fuera. ¡Oh Alma! ¿Qué quieres? -No lo sé. -¿Qué te falta? -Nada. -¿Qué te duele? -Todo esto, todo esto. -¿Dónde vas? -Por ahí. -¿Eres feliz? -¿Feliz?...
 
Los tres poetas éstos fueron tuberculosos. Es decir, seres intimados temprano de la invitación al viaje, con esa desesperada ansia de felicidad del incurable, esa sensibilidad afinada del tísico y esa capacidad terrible de recepción de lo malo, feo y triste de la vida, propia del infortunado. Franz Kafka fue un pequeño judío de Praga que murió a los 45 años dejando un lote de manuscritos inéditos entre los cuales dos novelas y unos cuantos cuentos y croquis. La desesperación que en Catalina constituye el aire de la obra, sale afuera en Kafka en pesadillas de una fría y minuciosa horripilez. Todos sus cuentos son pesadillas simbólicas. "Kafka se especializó en la confección de situaciones intolerables" (Borges): intolerables, minuciosas, tranquilas, verosímiles y convincentes, o sea la definición misma del desespero. 
 
Ni un rechinar de dientes ni un grito que me venda
¿Blasfemar? ¿Para qué? ¿Para ser Tu irrisión?
Ya no hay lucha, es la calma tremenda
De la desesperación.
(Poema de los Novísimos, J. del Rey)
 
Borges dice que la interpretación teológica que se ha dado a Kafka no tiene importancia; "el pleno goce de la obra de Kafka no depende de ella". Me parece que no es admisible. Si se entiende por pleno goce la curiosidad diletante de la "literatura", entonces quizá. Pero es una actitud que no entendemos esa de ponerse a apreciar los colores (mortecinos por otra parte y opacos) de estos espirituales cadáveres; es el análisis clínico y el cuadro fisiopatológico con disección y anatomía, lo que aquí puede dar pleno goce. El cadáver para otra cosa no sirve. El pobre pulmonaria no se deshaló deshilando estos fatigosos relatos sino para aludir teológicamente: para comunicarnos que el infierno existe y que ya está en el mundo. La metamorfosis es la familia convertida en un ente infernal; la familia honesta y compuesta, no una familia desavenida, que ésa ya sabemos que es un infierno, sino una familia burguesa, respetable y normal = infierno. En la Muralla China es el Estado, y en parte también la Religión a quien se asesta el mismo trabucazo. Un artista del hambe, la Ascética y la Mística están visadas. Los otros cinco croquis, Una cruza, El Buitre, El escudo de la ciudad, Prometeo, Una confusión cotidiana, son cinco desgarradores lamentos para expresar el íntimo del alma definitivamente aridecida. "Dos obsesiones rigen la obra de Kafka -dice Borges en el breve y compacto prólogo que le dedica-, la subordinación es la primera el infinito es la segunda". ¿Y luego no hay teología en Kafka? Esas dos notas son teológicamente las que definen a la creatura como creatura: y psicológicamente definen el sentimiento de la religiosidad, que no es sino "el sentimiento de lo Infinito" (Max Müller) o "un sentimiento de dependencia" (Santo Tomás) o en suma "una sensación de dependencia infinita" (Schleiermacher). Lo malo para Kafka (y para Borges) es que en ellos esas notas definen la "religiosidad perdida", y sin embargo "exigida", o sea la "privación de la religiosidad". Privación es carencia de algo debido.
 
En Lawrence encontramos el tercer grado del desespero, la privación de la religiosidad con un sustituto grotesco y horrible, que vamos a nombrar derecho con perdón de los lectores, porque sí no, vale más no hablar de Lawrence: en vez de Dios el acto carnal, al cual se le exigen los efectos maravillosos del éxtasis de los místicos, cosa que no ha sido evidentemente inventada para eso. Es la esperanza dada vuelta al revés, la religiosidad contra natura retorcida hacia abajo, la abominación de la desolación, la quietud incestuosa del alma asentada sobre su género próximo.
 
Entregado a orgías continuas del pecado estúpido que los teólogos llaman "delectatio morosa" (poco fuerte físicamente para mucha lujuria efectiva), Lawrence fue elegido por Astaroth para dar expresión poética moderna a esa aberración que los psiquiatras llaman "sentimiento mixto", colusión barrosa de la religiosidad con el instinto sexual, de la cual están llenos los manicomios y por desgracia anda también suelta bastante. La resurrección de los nefandos "misterios" paganos de que San Agustín y Lactancio hablan con vergüenza y disimulo, la fornicación espiritualizada ("spíritus fornicatiomis") de que la Iglesia pide en las letanías mayor resguardo al cielo como del terremoto, la peste y la guerra. Lawrence se hizo tarea de su vida convertirla en una especie de religión monstruosa, afín de la teosofía y última etapa de la corrupción de la teología protestante. "La salvación del hombre y su felicidad está en el sexo, pero en el sexo exacerbado por todo lo que hay de más profundo y de más activo en el espíritu". Este es el "mensaje" de Lawrence, como lo apellida D. Guillermo de Torre, mensaje propalado con gran fuerza por un real talento de novelista; y es fácil encontrarlo sin revolver toda su repulsiva obra para el que materialmente no pueda hacerlo (como me pasa a mí, gracias a Dios) en el cuento llamado "Overtone" por ejemplo, o en la más abominable de todas sus obras, The Man who Died, novela póstuma que las resume todas, en la cual el desdichado obseso, como una especie de sello de precinto, no vaciló en ensuciar la figura del Redentor de los Hombres en una relación frenética medio simbólica, medio arqueológica, medio teosófica y medio pornográfica. A Lawrence habría que haberle dado los exorcismos.
 
No contento pues con haber hallado la receta de mezclar imágenes sutil o brutalmente impuras a todas las imágenes serenas de la vida y la naturaleza, como una especie de fumigación nefanda, Lawrence mezcló también imágenes religiosas y se atrevió con la más suprema de todas (anathema sit), teniendo como hemos dicho gran talento de imaginero, aunque malogrado, a nuestro juicio. Su obra -todas esas novelas inconclusas, esos cuentos sin desenlace, morosa y osadamente obscenos- es una especie de cuarto evangelio de la lujuria, como esas torpes y extrañas herejías que pulularon en los siglos III y IV, cuyo casi incomprensible increíble fantasma conocíamos a través de los escritos de los Santos Padres. Para su debilidad de tísico, el amor físico fue toda la vida la cosa imponente y gigantesca de que no se pudo liberar, que no pudo enseñorear, el ídolo tremante que alojó en su imaginación rumiante y desproporcionada, para adornarlo con caireles de todos colores y una desesperada "proyección al infinito", como dicen los geómetras.
 
Lo triste del caso para el mundo anglosajón es que el "testimonio" de Lawrence (el "mensaje" de Lawrence que dice Guillermo de Torre), salido del puritanismo, es decisivo contra el puritanismo. La prueba está hecha, sólo la Iglesia Católica posee la solución a lo que llaman feamente "problema sexual". Lawrence es la última descomposición del puritanismo, el purín color crema veteado de verde y café donde el Protestantismo se volvió Teosofía. El hombre del Norte, religioso y austero por temperamento climático, sobrio y duro por una temporada, da suelta al fin a la carne rebelada (¡y cómo se burlaban de la incontinencia de los Papistas esos ingleses victorianos!) pero quiere conservarla religiosa, volverla religiosa, quiere hacer con ella una religión, investir (con v corta) los más elementales impulsos animales con las luces más entrañables y sutiles del espíritu puesto a su servicio. En suma, para ese hombre normal y neto que es el latino más vicioso, todo esto es "una porquería", que se puede rechazar o consentir sabiendo empero lo que se hace; pero para este inglés sofisticado todo ello se vuelve olla podrida (entendiendo por olla el "mate" o sea la cabeza), donde a ratos y con disgusto puede asomar la cabeza, por obligación de oficio, el estudioso de teología y psicología, bañándose luego.
 
Y basta. El decorador A. Rossi ilustró La Mujer que se fue a Caballo (The Woman that rode off) con figuras futuristas desencuadernadas, en lo cual acertó. Berdiaeff designa el futurismo ("descomposición de la forma humana") como uno de los síntomas más flagrantes de esta descomposición de la época humanista que nos toca vivir, en que todo un mundo dejado de la mano de Dios da las boqueadas y se muere a las patadas por­ que le falta razón de vivir, para volver a la sabia idea de mi tío el canónigo.
 
Para dar lugar a un mundo nuevo, aunque sea bárbaro, que lleve en su seno, aunque sea oculta, la Razón suprema del vivir.
 
Tomado de: Castellani, L. Las ideas de mi tío el cura. P. 16 y ss.

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