"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL CHARRO MEJICANO: Por Oscar Méndez Cervantes.

Cuando la falsa Dulcinea del capítulo X de la segunda parte del Quijote, huye a todo escape, a lomos de su pollina, de los disparatados extremos del socarrón Sancho y del asendereado caballero de la Triste Figura, rompe el escudero en esta donosa exclamación: “Vive Roque que es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano".

Memorable constancia, ésta, de cuán lejos viene el abolengo y prestigio de nuestros caballistas.

Quiérase que no, ha sido, es y será el charro mexicano uno de los más bien logrados motivos de la simbólica nacionalista. Si en el vestuario de cuero y gamuza realiza, hasta cierto punto, una reminiscencia del hombre de campo andaluz, la plata de nuestros reales de minas da a su atuendo la nota metálica y brillante de lo autóctono. Y en su perfil espiritual hállase un recio enhebrarse de sentimentalismos indígenas con despilfarro y virulencias andaluzas, con sobrias austeridades y tajante sentido del honor tipificados e inmortalizados por el castellano clásico.

Es, antes que nada, el charro, representación de las reservas humanas nuestras de mayor enjundia mexicanista; las más sanas en lo moral y en lo físico a la vez: nuestra clase media rural. La del castizo ranchero que lo mismo sabe combatir bravamente contra las alternativas de la fortuna, propias de los trabajos campiranos, que contra las tiranías de los caciques lugareños, o la del gran cacique nacional, en su caso, o contra extranjeras invasiones. A horcajadas sobre su cabalgadura, estableciendo con ella una especie de intercomunicación interanímica que suscita esa unidad que debió ligar las dos naturalezas del centauro”; altivo y digno en su porte; arriscado el ancho alón del sombrero; pronta la mano para manejar el lazo y empuñar la utilería de labranza o el arma, cifra en la gallardía de su estampa las esencias del México trabajador y batallador. Del México que en el surco o en la línea de fuego es, de todas suertes, fiel a su íntima vocación: las tareas dignas de una paz digna y sin molicie, y el alerta sentido militar de los tiempos en que la paz y el decoro están reñidos.

A veces, se desvirtúa el charro allende nuestras fronteras. Nuestra cinematografía barata y chocarrera no ha sabido más que asimilarlo al cavernario espíritu de pendencia. Cierta tonta publicidad turística o mercantil suele ahora hacer de él representaciones plásticas de una puerilidad e idiotez que indignan. Sin embargo, no por ello debe desterrársele del excelso acervo de simbolismos mexicanos, de nuestro mundo heráldico. Así, esa floración subordinada y accidental del espadachín matasiete y perdonavidas, que no fue más que una caricatura grotesca del soldado de Flandes, jamás dio lugar a que España renegara del guerrero de sus tercios ilustres, del hidalgo en quien el uso de la espada nunca afrentó las caballerescas exigencias de los blasones nobiliarios.

Hay que reivindicar al charro, dentro y fuera del país, de sus versiones adulteradas. Nos lo apremia su nobilísimo y auténtico simbolismo, que es algo en verdad demasiado grande, demasiado viril, demasiado hazañoso, que nos habla con viva elocuencia a todos los mexicanos de la dulce aventura histórica y de la excelsa responsabilidad de tener la que para nosotros consideramos como la mejor de las patrias.

Tomado de Catolicidad.

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