Don Agustín de Iturbide |
HONOR A QUIEN HONOR MERECE: PRIMERA ENTREGA.
La figura de Agustín de Iturbide es como
una vieja y gran estatua que hubiese estado por largos años sepultada
en el fondo de un pantano. Esa figura manchada, cubierta de cieno, de
rasgos corroídos, es la que se ofrece a la vista del pueblo, no sobre un
pedestal, sino arrojada a un lado del camino que lleva al panteón de
los héroes consagrados, o en la bodega donde se guardan los telebrejos
que formaron parte del escenario de un drama que no volverá a
representarse.
El pueblo no se detiene a contemplarla; pasa de
largo, sin preguntar si ese bronce corroído es realmente la imagen del
Libertador de México.
Pero alguien que quiera saber con certeza cómo
fue realmente Agustín de Iturbide, deberá empezar por acercarse a la
estatua, luego habrá de quitar la capa de barro que la cubre y
reconstruir sus rasgos.
Esta fue la operación que emprendimos, y su resultado, el presente, un incompleto pero estimulante trabajo.
Confesamos que a medida que la operación avanzaba y se iban revelando
las verdaderas facciones del personaje, nos conmovió la alegría que
produce un grato descubrimiento. Al concluir la tarea estábamos
convencidos de que el material de la estatua era de tal consistencia y
de tal valor, que, limpia y reconstruida, podía resplandecer sobre un
pedestal.
Hubiéramos querido que este breve ensayo biográfico
tuviese el efecto de un desagravio a la verdad histórica, tan ofendida
en el caso del Libertador de México. Pero una producción periodística
como es esta, elaborada en unas semanas, no permite examinar las
cuestiones con la extensión y profundidad que exige un trabajo de la
naturaleza del que hubiéramos querido realizar. Sirva lo anterior de
excusa a las deficiencias que halle el lector en este folleto.
Ojalá que la reproducción de noticias aquí expuestas, desconocidas por cualquier motivo a alguno de nuestros lectores, sirva rectificar su concepto sobre el Libertador, si lo tenía equivocado, o para confirmarlo, si era correcto.
CAPÍTULO 1.
Ojalá que la reproducción de noticias aquí expuestas, desconocidas por cualquier motivo a alguno de nuestros lectores, sirva rectificar su concepto sobre el Libertador, si lo tenía equivocado, o para confirmarlo, si era correcto.
CAPÍTULO 1.
Estamos en la
tranquila Valladolid, en el otoño de 1783, cuando se fue divulgando por
la ciudad la nueva del nacimiento del primogénito de José Joaquín de
Iturbide y María Josefa de Aramburu.
El primero de octubre de 1783
lo bautizó el canónigo José Arregui con los nombres de Agustín Cosme
Damián. El escribano dio fe del acto en los siguientes términos: “En
la ciudad de Valladolid, el primero de octubre de 1783, el señor Dr. D.
José Arregui, canónigo de esta santa iglesia catedral, con mi licencia
exorcizó solemnemente, puso óleo, bautizó y puso crisma a un infante
español que nació el día 27 del próximo pasado septiembre, al cual puso
por nombre Agustín Cosme Damián, hijo legítimo de don José Joaquín de
Iturbide y de doña María Josefa Aramburu. Abuelos paternos don José de
Iturbide y doña María Josefa de Arregui. Maternos, don Sebastián
Aramburu y doña María Nicolasa Carrillo...”
La familia en cuyo seno
nacía Agustín era originaria del reino de Navarra. Floreció en el Valle
de Baztán, no lejos del lugar de la provincia de Guipúzcoa, donde nació
Ignacio de Loyola. El historiador Mariano Cuevas afirma que José Joaquín
de Iturbide nació en Valladolid, pero un moderno biógrafo del
Libertador ha puesto en claro que aquél nació en España y fue bautizado
el 6 de febrero de 1739 en la parroquia de San Juan Evangelista de la
Villa de Peralta.
Poco se sabe acerca de los Iturbide en la vieja
España. "De la niebla de los Pirineos Occidentales -dice Robertson-
emerge la oscura figura de José de Iturbide (abuelo de Agustín), quien
en el segundo cuarto del siglo XVIII vivía en una región al sur de la
casa ancestral... Fuentes impresas confirman el punto de vista según el
cual José Joaquín de Iturbide, padre de Agustín, nació en 1739 en
aquella parte de la antigua España donde el pueblo guarda memoria de la
defensa que los vascos amantes de la libertad hicieron de su patria en
el Paso de Roncesvalles".
Es probable que José Joaquín emigrara de
Navarra en su temprana juventud, y viniera a América en la caudalosa
corriente de fuertes, duros y emprendedores vascos fundadores de útiles
familias que todavía sobreviven en las tierras bajas de México. José
Joaquín se radicó en Valladolid, donde vivía un pariente, y allí caso
con una criolla, Josefa Aramburu. De esta unión nacieron 5 hijos:
Agustín, Mariano, Francisco, Josefa y Nicolasa.
Josefa Aramburu era
descendiente de vascos, de ahí que con razón se jactara Iturbide de que
“por mis cuatro costados soy navarro y vizcaíno"
El escudo de armas
de la familia Iturbide era acuartelado. El primer cuartel era un campo
azul con tres bandas diagonales de plata; el segundo, un campo rojo con
dos leones rampantes en oro; el tercero, también rojo con dos leones
dorados; y el cuarto, un campo azul con tres bandas horizontales de
plata.
José Joaquín de Iturbide prosperó económicamente gracias a su
trabajo y su honestidad. Poseía dos casas en Valladolid y la hacienda
de Quirio. Sus posesiones y la de su esposa, según avalúo practicado en
la testamentaría de Agustín Iturbide, representaban un valor aproximado
de cien mil pesos (de aquellos pesos). Era, pues, la familia de Iturbide
una familia rica, y como todas las de su época, profundamente devota y
firmemente adherida a las tradiciones y costumbres españolas. Agustín
adquirió hábitos de piedad en el seno familiar, de los que nunca se
avergonzó, según lo demuestran las siguientes expresiones del memorial
que dirigió al Virrey con motivo de los cargos que en su contra había
formulado el cura Labarrieta: “Me zahiere impiadosamente porque oigo
misa, y porque rezo el rosario; sólo en él cabe tal conducta contra una
costumbre que es de todos los españoles; y yo confieso deberla a mis
respetables y cristianos padres, que me la enseñaron desde muy tierno y
me la recuerdan muchas veces”.
Hay constancia de que el padre era un
hombre aficionado a la lectura. En la lista de los libros que perdió
cuando su casa fue saqueada por los insurgentes, figuran, entre otras
obras, los Anales de Navarra, una biografía de Cicerón, una historia de
España, la Araucana, de Alonso de Ercilla, Los Viajes de Pons, El
Seminario de Agricultura, La Arte de encomendarse a Dios, Gil Blas, y
Don Quijote, libros que seguramente fueron leídos por el joven Agustín,
dadas sus inclinaciones literarias.
También hay pruebas de que José
de Iturbide participó en empresas políticas. Por los años de 1785, según
refiere Alamán, se vio mezclado en una de las primeras dispuestas entre
europeos y criollos, antecedentes de la terrible lucha en que su hijo
intervendría de modo principal. Sucedió que vacaron dos plazas de
regidores del Ayuntamiento de Valladolid, y puestas a remate (pues los
oficios eran vendibles) hicieron postura un europeo, José Joaquín de
Iturbide, y un criollo, José Bernardo Foncerrada, con quien compitió
otro europeo, José Antonio Calderón. Foncerrada ofreció enorme precio
por la plaza, irritado de que se la disputara un gachupín, y el virrey
Mayorga, para evitar la contienda, sorteó el empleo, que fue ganado por
Calderón, lo que enojó a Foncerrada, quien se expresó agriamente de los
europeos y de los derechos del rey. Fue denunciado al ministro de
Indias, Gálvez, y el denunciante decía que si Foncerrada, que no tenía a
su disposición más que los rancheros que formaban la milicia de
Tancítaro, contase con mayores medios, haría una revolución. Este hecho
revela que al nacer Iturbide se hallaban en estado de fermentación las
causas que determinarían la Independencia.
Valladolid, sede
episcopal, era una ciudad culta, donde había universidad, seminario,
bibliotecas y hombres notables por su saber que representaban las nuevas
corrientes filosóficas.
El convento de San Agustín, vecino a la
casa de los Iturbide, y cuyo prior estaba ligado por lazos de amistad
íntima con la familia, contenía una riquísima biblioteca, la que debió
visitar muchas veces el primogénito de don José Joaquín.
Justamente
el año de 1783, o sea el año del nacimiento de Iturbide, empezó a
enseñar filosofía en el Colegio de San Nicolás un brillante clérigo:
Miguel Hidalgo, quien por cierto era pariente de los Iturbide. El
profesor Hidalgo, hombre a la sazón de 30 años de edad, ganó poco
después un concurso al que fueron convocados los teólogos. Su
disertación fue premiada con 12 medallas de plata. Es indudable que,
dadas las relaciones de parentesco y amistad de Miguel Hidalgo con la
familia Iturbide, el joven Agustín debió tratarlo con cierta frecuencia.
En 1784 llegó a la capital de Michoacán, para hacerse cargo del
obispado, Fray Antonio de San Miguel, hombre influido por las nuevas
ideas, como lo demuestra el hecho de que citara la autoridad de
Montesquieu para apoyar una reforma benéfica.
Con Fray Antonio de
San Miguel llegó a Valladolid, como familiar del obispo, el doctor
Manuel Abad y Queypo, hombre de claro talento literario, agudo
observador de los males sociales y cuya Representación hecha en el año
de 1815 constituye un exacto estudio sociológico que justificó la
Independencia. Entre Abad y Queypo y Agustín de Iturbide existieron
ciertamente las relaciones que generalmente existen entre vecinos más o
menos notables de una ciudad pequeña, y es probable que el brillante
eclesiástico influyera en la formación mental del joven Iturbide.
La
época en que nace y se forma Agustín de Iturbide marca su propio
destino. Es época de cambios profundos, de renovación de ideas, de
inquietud y descontento en los espíritus. El suelo de la Nueva España no
es firme. Las bases del orden tradicional sufren los embates de la
nueva marejada ideológica. Hay una Revolución en perspectiva. Una
Revolución fatal.
En 1783 gobierna la Nueva España el Virrey Matías
de Gálvez, "hombre de paz, sencillo, bien intencionado, y que no se
había olvidado de su primitivo estado de labrador, para lo que le
llamaba más bien la naturaleza, que para mandar ejércitos y presidir los
destinos de un gran pueblo”.
Por ese tiempo rige el imperio español
el rey Carlos III, “que fue simple testa férrea de los actos buenos y
malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado
a la caza que a los negocios, y aunque terco y duro, bueno en el fondo y
muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada". "Madrugador, virtuoso,
como todos los de su familia, Carlos III era un diligente administrador,
de alma edilicia, pero un político incapaz... En América, el reinado de
Carlos III es el de las sublevaciones y protestas contra los impuestos y
reglamentaciones. Por primera vez gritan en América: Nuevo Rey y Nueva
Ley”.
En 1767, o sea 16 años antes del nacimiento de Iturbide, los
jesuitas fueron expulsados de todos los dominios de España, por decreto
de Carlos III. En México causó la expulsión descontento; el marqués de
Croix, fiel representante del despotismo ilustrado, dictó entonces un
úkase en el que expresaba: "Sepan de una vez 1os vasallos de este reino
que nacieron para callar y obedecer, y no para opinar en los altos
asuntos del gobierno”. El extrañamiento de los jesuitas, aconsejado por
los ministros masones y volterianos de Carlos III, vendría a ser el
antecedente remoto de la Independencia, y origen remoto de los terribles
males del México del tercer milenio.
El último cuarto del siglo
XVIII es el tiempo de las grandes perturbaciones políticas. Caen tronos
seculares, se hacen independientes los pueblos, se forman nuevas
unidades nacionales, se expiden constituciones. “Hay tres que enardecen
de entusiasmo: Derechos del hombre, Soberanía del Pueblo y Racionalismo
Religioso. Los tres se cifran en una palabra llena de romanticismo:
LIBERTAD, y se dirigen a destruir dos objetivos a los que se llamaba la
superstición y el despotismo, es decir, la Iglesia y los Reyes.”
En
1776 se firma la Declaración de Independencia de los Estados Unidos,
independencia que se consuma justamente en el año del nacimiento de
Agustín Iturbide (3 de septiembre de 1783, en que es reconocida por el
Tratado de Versalles). La independencia de los Estados Unidos traería
por consecuencia la de los reinos hispanoamericanos, según lo previó,
con extraordinaria lucidez, el Conde de Aranda.
En 1789, cuando Iturbide tenía 6 años, comienza la orgía de libertad de la Revolución Francesa.
El agente difusor y ejecutor del liberalismo político -la Masonería-
logra apoderarse totalmente, por ese tiempo, de los puestos de mando en
la Península, y continúa minando las bases del imperio español.
Las
ideas liberales forman, pues, la atmósfera de esa última parte del siglo
XVIII. La tranquila Valladolid no se halla fuera de esa atmósfera. Por
el contrario, vive sometida a su influencia. No sin razón dijo el virrey
Venegas en 1811, en un informe a la Corte de Madrid, que "la ciudad de
Valladolid de Michoacán había sido origen de la revolución y el
constante foco de ella".
En este ambiente se desarrolló y formó el
espíritu de un muchacho pletórico de fuerza, inquieto y afanoso de
ocupar un sitio alto entre los suyos: Agustín de Iturbide.
Latente, pero terriblemente poderosa, opera en la Nueva España una nueva fuerza: es el criollismo.
Lo encarna el hijo de español nacido en América que no ocupa el puesto a
que sus méritos le dan derecho en la sociedad novo hispánica.
A
principios del siglo XIX había en México 70,000 europeos, a quienes
pertenecían casi todos los empleos en la administración pública, la
iglesia, la magistratura y el ejército; ejercían casi exclusivamente el
comercio y eran prácticamente los únicos dueños de la riqueza del país.
Aunque las leyes no establecían ninguna diferencia entre el español
europeo y el americano, ni tampoco respecto a los mestizos, la
diferencia existía de hecho, y originó una rivalidad feroz entre
gachupines y criollos, que oculta durante muchos años, tenía que romper y
estallar en forma violenta.
Humboldt observó esta rivalidad y dejó
consignadas sus observaciones en las siguientes palabras: "Las leyes
españolas conceden los derechos a todos los blancos; pero los encargados
de la ejecución de las leyes buscan todos los medios de destruir una
igualdad que ofende el orgullo europeo. El gobierno, desconfiando de los
criollos, concede los empleos importantes exclusivamente a los nacidos
en la antigua España... El europeo más miserable, sin educación y sin
cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo
continente; y sabe que con la protección de sus compatriotas puede
llegar algún día a puestos cuyo acceso está casi cerrado a los nacidos
en el país, por más que éstos se distinguen en saber y en cualidades
morales.
“Los criollos prefieren que les llame americanos; y desde
la paz de Versalles, y especialmente después de 1789, se les oye decir
muchas veces con orgullo: 'Yo no soy español: soy americano’, palabras
que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento”.
En verdad, resuena ya, "bajo la agrietada bóveda de la Colonia", el choque apocalíptico de dos mundos: Europa y América.
El criollo refinado, con aires de caballero, pródigo e ingenioso, veía
con desprecio al europeo, que le parecía zafio, ruin y torpe. Y como
éste acaparaba los altos empleos políticos y eclesiásticos, a los que el
criollo rara vez tenía acceso, la rivalidad fue aumentando, y se
manifestaba hasta en los claustros públicos y caseros, donde los
disturbios eran frecuentes a causa de la diversidad del lugar de
nacimiento.
"Los criollos -dice Pereyra- desarrollaron su conciencia
de clase desde los días inmediatos a la conquista... Henchían las
aulas, descubrían vivo y precoz ingenio, y no podían conllevar que los
españoles les arrebatasen lo que ellos juzgaban pertenecerles en
derecho. Sentían unas veces desaliento, la más grave irritación, al ver
la preferencia que de ordinario lograban los españoles, al parecer sólo
por serlo; y, como no podían pasar a mayores, se desahogaban en quejas, y
aprovechaban cuanta ocasión se les ofrecía para molestar a los
usurpadores. Tales quejas no carecían de fundamento; pero dada la
condición de las cosas, era natural lo que pasaba. Los criollos no
reparaban en que sus méritos, por grandes que fuesen, rara vez eran
conocidos fuera de la colonia. Los empleos que se daban los españoles a
sí mismos estaban junto a la fuente de las mercedes, y las
interceptaban, por decirlo así, sin que la culpa fuese toda del gobierno
español sino en gran parte de las circunstancias".
En opinión de
muchos contemporáneos, la persecución a los jesuitas "era el último
término del divorcio entre el criollismo y la dominación peninsular".
Entre los desterrados por Carlos III, había criollos eminentes, como
Clavijero y Alegre, de México. Para refutar la tesis del holandés Pauw
sobre la degeneración de generación de las especies americana animales y
vegetales, Francisco Javier Clavijero publicó su obra “Storia de
Messico”, que fue traducida a varias lenguas y circuló por Europa. Esta
obra, como la del jesuita chileno Juan Ignacio Molina, refleja una
irritación perfectamente explicable. "Los jesuitas maestros de la
juventud criolla y sostenedores de la civilización en las fronteras de
la vida salvaje, eran arrojados de sus respectivas patrias por un rey
extranjero. El nacionalismo, bajo la forma de criollismo, tomaba en
ellos una fuerza especial, y con la magia de su expresión evocadora,
llevaban su querella hasta reivindicar las excelencias nativistas de una
civilización precolombina. Clavijero, sobre todo, que podía hablar de
los esplendores de una Troya lacustre, representó la reivindicación
anticonquistadora con el disfraz vistoso del patriotismo”.
Así fue
como el interés del criollo adoptó la bandera del indigenismo, y ello
explica el absurdo de que los criollos pensaran que la lucha por la
Independencia tenía por objeto libertar, no naciones formadas a raíz de
la conquista, sino a los antiguos reinos indígenas.
Iturbide vive en
una época en la que el criollismo se agita como hinchado caudal
subterráneo de resentimiento y odio, y está a punto de reventar. Ha
sonado ya el grito de “¡Mueran los gachupines!” en los tumultos que la
expulsión de los jesuitas provocó en Puebla, Guanajuato, San Luis Potosí
y Pátzcuaro, y aunque sofocado, volverá a resonar muchos años después
en Dolores.
Qué armas recibe, cómo se adiestra Agustín de Iturbide
para intervenir en las grandes luchas a las que está destinado, es algo
que importa averiguar.
Influyen en su información las
características de los ambientes cívicos que hemos descrito. El
resultado de estas influencias, contradictorias en el fondo, es un
hombre tenazmente adherido a la fe de sus mayores y, al mismo tiempo,
con un romántico amor a la libertad.
Sabemos que Agustín estudió en
el Seminario Conciliar de Valladolid, donde obtuvo muy buenas notas, sin
completar ningún curso de estudios. No hay noticia de que hay recibido
otra instrucción académica; “por eso quedamos intrigados –dice su
biógrafo Cuevas– sobre dónde, cómo y de quién recibió ese conjunto de
disciplinas y formación literaria que se echan de ver en los escritos de
su mayor edad”.
Ciertamente la copiosa producción literaria de
Iturbide revela cultura, aunque también inconsistencia, especialmente en
materia política. Probablemente tenga razón Robertson, su biógrafo
norteamericano, cuando dice que era defectuosa, y esto lo explica la
falta de maestros.
Ninguna oportunidad tuvo Agustín de Iturbide de
adquirir una mediana cultura política, porque según el testimonio
autorizado de don Luis G. Cuevas, “la ciencia del gobierno, la economía
política y el derecho público se ignoraban completamente, y por
desgracia, las nociones que comenzaban a adquirirse, eran las que
ministraban los libros y folletos franceses traducido al español y
escritos con la frivolidad propia de la época y del cambio violento que
sufrían las opiniones y los gobiernos”.
Zavala confirma esta
observación cuando dice que “algunos jefes que se han distinguido por
servicios hechos a la independencia en 1821, me han confesado que no
conocían ninguna cuestión de derecho natural, ni sabían otra cosa mas
que obedecer al rey y a sus jefes cuando sirvieron bajo las órdenes de
los virreyes, destruyendo los cuerpos de los patriotas". Agrega que esos
jefes "conocieron su equivocación" al llegar a sus manos los libros y
folletos de que habla Cuevas.
De modo, pues, que las primeras
nociones de filosofía política que adquirieron los autores de la que
Independencia, tuvieron su origen en esa literatura de la que Zavala
habla con entusiasmo.
Sin embargo, nos parece que no era tan
completa la ignorancia en materia política porque las gestiones del
Ayuntamiento en 1808, de las que luego hablaremos, demuestran que había
personas enteradas de las viejas tradiciones políticas castellanas.
Iturbide, desgraciadamente, también sufrió el deslumbramiento de las
nuevas teorías, y a la hora decisiva le faltó el asidero de la firme
doctrina tradicional acerca de la autoridad y del poder para rechazar el
ataque de sus enemigo.
El lenguaje tiene reflejos liberales. En los
Tratados de Córdoba suscribe esta declaración típicamente rusoniana:
"Toda persona que pertenece a una sociedad, alterado el sistema del
gobierno o pasando el país a poder de otro príncipe, queda en estado de
libertad natural para trasladarse con su fortuna a donde le convenga.”
(Cláusula 15).
En una carta a Carlos María de Bustamante, fechada
el 27 de septiembre de 1822, dice: "Amo al Congreso, veo en él baluarte
de la Libertad, la esperanza de la patria”.
En fin, Iturbide refleja
las ideas de su siglo, y encarna esta dolorosa antinomia que define don
Luis G. Cuevas: "Puede decirse con exactitud que la nación, al comenzar
el año de 1821, era liberal porque quería ser independiente, y que sin
embargo repugnaba el sistema porque quería ser religioso”. Por eso, como
él mismo lo dijo en una preciosa confesión, "su alma aturdida fluctuó
entre la verdad y la mentira" en el momento de las grandes resoluciones.
Para el ejercicio de los duros trabajos que le impuso su profesión de
soldado, Agustín de Iturbide recibió en su juventud la mejor
preparación: "No era un niño de recámara -dice Cuevas- sino hijo del
campo".
En efecto, fue en el campo, administrando la hacienda de su
padre, donde Agustín se hizo hombre. Ahí aprendió a montar, y galopando
montes y valles, lazando y coleando reses, adquirió fama de gran
jinete.
Por su resistencia para cabalgar durante muchas horas le llamaron El Dragón de Fierro.
Montaba con tal distinción que un soldado que perteneció al ejército de
las Tres Garantías lo reconoció con sólo verlo a caballo cuando
desembarcó en Tamaulipas al regreso de su exilio.
"Ese que va ahí -dijo- es Iturbide, o el mismo demonio”.
"Ese que va ahí -dijo- es Iturbide, o el mismo demonio”.
En la última década del siglo XVIII, el coronel Diego Obregón, Conde de
Casa Rul, organizó el regimiento de infantería de la milicia provincial
de Valladolid, al que ingresó Agustín de Iturbide. El primer
certificado de su carrera militar data de diciembre de 1800, está
firmado por el Conde de Casa Rul y hace constar que en octubre de 1797
-tenía entonces 14 años de edad- recibió el grado de segundo
alférez. Su hoja de servicios declara que el joven soldado era de noble
linaje, que su salud y conducta eran buenas, y su reputación de
valiente.
Agustín era un atlético y desenvuelto cadete que llevaba
con garbo el uniforme azul con galones dorados de su regimiento. Con
este atavío debió pasear muchas veces delante del Colegio de Santa Rosa,
donde estaba interna una hermosa criollita, de la que se enamoró siendo
estudiante del seminario: Ana María Huarte, hija del intendente Isidro
Huarte y de Ana María Muñiz.
En 1805, el 27 de febrero, Agustín de
Iturbide y Ana María Huarte se casaron en faz de la iglesia. La novia
recibió de su padre una sustanciosa dote.
Durante el largo tiempo de
la dominación española en América no hubo ningún peligro serio de
invasión del continente por parte de las potencias con las que España
estuvo en guerra. Hecha la independencia de los Estados Unidos, algunos
aventureros de este país se internaron en territorio de la Nueva España.
El primero ellos fue Felipe Nolland, quien a principios de 1801 se
introdujo hasta Nueva Santander. Nolland fue atacado y muerto por una
fuerza al mando del teniente Miguel Múzquiz. Pocos años después, el
coronel Burr, vicepresidente de los Estados Unidos, intentó invadir la
provincia de Tejas, convocando aventureros para establecerse en ella.
Para impedirlo fueron enviadas a dicha provincia las milicias de Nuevo
León y Nuevo Santander.
En 1806, Inglaterra atacó Buenos Aires, y
aunque el ejército que llegó a ocupar la ciudad se vio obligado a
capitular, se preparó otro cuyo destino se dudaba si era Buenos Aires o
la Nueva España.
En vista de estos amagos, el virrey Iturrigaray
acantonó tropas en Jalapa, Perote y otros puntos inmediatos, en número
de 14,000 hombres, tanto de cuerpos veteranos como de milicias.
Poco
después de su matrimonio, Iturbide fue trasladado con su regimiento a
Jalapa, donde hizo prácticas militares. Evidentemente cumplió con su
deber a satisfacción de los superiores, pues en octubre de 1806 fue
ascendido a primer alférez.
En 1808 el virrey presenció las maniobras de las tropas acantonadas en Jalapa, que se reunieron en la llanura del Encero.
“Así se prepararon las tropas de la Nueva España -dice Alamán- para las
operaciones de la campaña; se formó en ellas un espíritu militar que
antes no había; los jefes y los soldados se conocieron y se pusieron en
comunicación unos cuerpos con otros, excitándose una noble rivalidad y
un empeño en distinguirse hasta entonces desconocido en estos países,
que por tantos años habían disfrutado de una profunda paz.”
La
experiencia vivida en Jalapa seguramente ayudó a revelar a Agustín
Iturbide que su verdadera vocación no era otra que la de las armas.
CAPITULO 2.
CAPITULO 2.
Las tropas de Napoleón invaden España en marzo de 1808. El 19, un
tumulto en Aranjuez obliga al inepto rey Carlos IV a abdicar en su hijo
Fernando, quien es proclamado monarca. En Bayona, el 6 de mayo Fernando
renuncia su derecho a la corona. El 6 de junio Napoleón proclama a su
hermano José rey de España y de las Indias. Como por arte de magia
brotan juntas que denuncian la usurpación y asumen la autoridad
política. El pueblo español, gloriosamente, se levanta contra los
invasores.
Las noticias de los cambios ocurridos en la madre patria
llegan a México en el mes de julio. Fueron una chispa caída en un
depósito de pólvora.
El Ayuntamiento de la Ciudad de México, a
iniciativa del regidor Azcárate, formula una representación ante el
virrey en la que sienta esta importante proposición: que la soberanía,
por impedimento de sus legítimos representantes, había vuelto al reino y
radicaba en las clases que lo formaban, quienes debían ejercerla hasta
que el monarca se hallara libre de coacción extranjera. En consecuencia,
pedían que el virrey continuara en el mando, sin entregarlo a ninguna
potencia, ni a la misma España, mientras estuviera bajo el dominio de
los franceses.
El virrey, a quien complacía la idea de un poder
independiente, pasó la representación del ayuntamiento en consulta al
real acuerdo. Varios de los oidores opinaron en contra de la
proposición. Villa Urrutia, alcalde de corte, propone una junta general
de representantes de las ciudades para que decida lo que deba hacerse.
Esta misma idea brota espontáneamente, como flor de vieja tradición, de
los ayuntamientos de Veracruz, Jalapa, y Querétaro.
Se definen
entonces los dos partidos: el de los europeos, o gachupines, que
empiezan a sospechar que los ayuntamientos tienden a la Independencia; y
el de los criollos, que atribuyen a los peninsulares el propósito de
conservar la unión a España, aún sometido al usurpador.
Sabido en
México que habían surgido juntas en la Madre Patria, opinaron los
europeos que a ellas debían someterse. El Ayuntamiento (en el que había
criollos) dijo que no e insistió en la reunión e una junta
representativa.
Ésta se celebró el 9 de agosto. Concurrieron el
virrey, la audiencia, el arzobispo, los inquisidores, los ayuntamientos
de México, gobernadores de parcialidades, jefes de tribus indias y otros
funcionarios.
Ante este provisional congreso, el licenciado
Verdad, síndico del Ayuntamiento de México, expuso las razones que
existían para formar un gobierno con independencia del de España.
Reiteró la tesis de que por falta de monarca la soberanía había vuelto
al pueblo, y fundó la proposición de formar ese gobierno en la ley de
partida que prevenía que en caso de quedar el rey en edad pupilar, sin
haberle su padre nombrado tutor o regente, se lo nombrara la nación en
cortes, de lo que concluyó que se debía hacer en caso de ausencia o
cautiverio del monarca.
Los oidores refutaron la tesis del síndico.
Uno de ellos calificó de proscrita y anatematizada por la Iglesia la
idea de la soberanía popular.
Después de esta primera junta, en la
que se acordó proclamar rey a Fernando VII, defender la Nueva España y
no entregarla a un gobierno extranjero, reuniéronse tres más, cuyo
principal objeto fue discutir si se reconocían como supremas las juntas
creadas en España. El Ayuntamiento se inclinó a no reconocerlas, salvo
el caso que estuviesen expresa y claramente autorizadas por Fernando
VII, "pues aunque sea colonia -decía- no por eso carece el reino de
derecho para reasumir el ejercicio de la soberanía".
El primero de
septiembre se convocó a los ayuntamientos del reino a una junta o
congreso nacional. El real acuerdo se opuso a la convocatoria, alegando
que las leyes prohibían tales reuniones sin licencia real y advirtiendo
que podía tener las mismas consecuencias que la reunión de los estados
generales de Francia en 1789. Sin embargo, la convocatoria se hizo, y
hubo quien propusiera que el congreso se formara de tres brazos:
nobleza, clero y estado llano.
Está fuera de duda que, apenas
reunido el congreso, se habría declarado soberano, como ocurrió en
Buenos Aires, Santa Fe y Caracas; habría depuesto al mismo virrey que lo
convocó, rehusando reconocer a cualquier gobierno de España, y
declarando la independencia. Pero estos hechos se frustraron por la
prisión del virrey, el licenciado Verdad y de los principales promotores
de la autonomía. Estas prisiones fueron ejecutadas por un rico
terrateniente, don Gabriel Yermo, quien se puso a la cabeza del partido
europeo, el que fue realmente el autor de la primera revolución.
Depuesto el virrey Iturrigaray, los gachupines eligieron al octogenario
Pedro Garibay.
Así se frustró una Independencia pacífica, fundada en antiguas tradiciones jurídicas castellanas.
Cuando ocurren los hechos que dejamos narrados, Iturbide se halla
casualmente en la ciudad de México, más ocupado en los negocios
particulares que en los políticos. Disuelta la milicia a la que
pertenecía, es probable que Iturbide pensara en volver al campo, de lo
cual es un indicio el hecho de que el mes de septiembre de 1808
gestionara la compra de la hacienda de Apeo ubicada en Maravatío, la que
al fin adquirió con dinero de su esposa.
Era Iturbide entonces un
oscuro oficial de 25 años, sin definidas simpatías por ninguno de los
partidos que han entrado conflicto. Al establecerse el nuevo régimen, su
nombre aparece entre los de muchos oficiales que ofrecieron sus
servicios al virrey Garibay, según lista publicada en la Gazeta de
México el 21 de septiembre de 1808. Esta adhesión sólo demuestra que
siguió la general, actuando según lo hicieron sus compañeros de armas.
Por el mismo mes de septiembre se juntaban en Valladolid María García
Obeso, capitán del regimiento provincial de infantería, Fray Vicente de
Santa María, religioso franciscano, y otras personas, quienes en sus
reuniones hablaban de los sucesos políticos, tema obligado de todas las
conversaciones. Llegó por aquel tiempo a Valladolid José Mariano
Michelena, teniente del regimiento de infantería de la Corona, con el
propósito de reclutar gente para su cuerpo. Vehemente y resuelto,
Michelena redujo a un plan de conspiración lo que hasta entonces no
había sido más que pláticas, y participaron en el proyecto el cura de
Huango Manuel Ruiz de Chávez, don José Nicolás Michelena, hermano del
militar, el licenciado Soto Saldaña, el teniente Mariano Quevedo y otros
muchos. El propósito de los conspiradores era formar un congreso que
gobernase en nombre de Fernando VII, si España sucumbía al poder de
Napoleón. Contaban para poner en práctica su plan con el regimiento de
infantería, cuyos oficiales habían entrado en la conspiración, con las
fuerzas que mandaban Michelena y Quevedo y con los indios de los,
pueblos inmediatos, cuyos gobernadores estaban en contacto con García
Obeso. La revolución debería estallar en Valladolid el 21 de diciembre
de 1809. Poco antes de esta fecha, la conjura fue denunciada por el cura
don Francisco de la Concha, y presos de conspiradores.
Se culpa a
Iturbide de haber sido él quien denunció la conspiración. Carlos María
Bustamante afirma que delató a sus compañeros porque no le ofrecieron el
cargo de general.
Don Lucas Alamán, historiador nada inclinado en favor de Iturbide, demuestra la falsedad del cargo con estas razones:
1.-No hay en todo el proceso que se instruyó a los conspiradores un
solo indicio que demuestre la complicidad y denuncia de Iturbide.
2.-Entre los testigos examinados, aparece Iturbide, quien declaró que
concurrió por casualidad a la casa del licenciado Michelena, donde se
tenían las juntas, y que su presencia desconcertó a los reunidos. Si
Iturbide hubiere estado en el secreto, sus compañeros, viéndole entre
los testigos que deponían contra ellos, no hubieran dejado de echarle en
cara su felonía, tanto más que no anduvieron escasos en mutuas
recriminaciones".
A las anteriores razones, don Mariano Cuevas añade
la siguiente: la única fuente de la acusación es el testimonio de
Michelena, enemigo de Iturbide, al que no imputó el cargo sino después
de que éste había muerto.
La exposición.
La exposición.
La revolución tenía
que estallar, y estallo al fin, el 16 de septiembre de 1810, en el
pueblo de Dolores, animada por el cura Miguel Hidalgo, al grito de
¡Mueran los gachupines! ¡Viva Fernando VII! y ¡Muera el mal gobierno!
Hidalgo, a la cabeza de su abigarrado ejército, marcha a San, Miguel,
luego a Celaya, de aquí a Guanajuato, ciudad que entrega al saqueo y
donde resuelve marchar sobre Valladolid, a la que llega el 17 de
octubre.
Es evidente que Hidalgo, quien, como hemos dicho, era
pariente de Iturbide, pues ambos descendían, por línea materna, de Juan
Villaseñor y Orozco, uno de los fundadores de Valladolid, invito al
joven oficial a participar en la revolución.
"En el año de 1810 dice
-el mismo Iturbide en sus memorias hizo su explosión la revolución
proyectada por D. Miguel Hidalgo, cura de Dolores, quien me ofreció la
faja de teniente general; la propuesta era seductora para un joven sin
experiencia, y en edad de ambicionar; la desprecié, sin embargo, porque
persuadí que LOS PLANES DEL CURA ESTABAN MAL CONCEBIDOS, no podían
producir el objeto que se proponía a verificar. El tiempo de mostró la
certeza de mis predicciones”
Describe Iturbide su situación al comenzar la insurgencia diciendo: “Servía en la clase de teniente del regimiento provincial de
Valladolid, ciudad de mi nacimiento. Sabido es que los que militan en
estos cuerpos no disfrutan sueldo alguno: yo tampoco lo disfrutaba, ni
la carrera militar era mi profesión: cuidaba de mis bienes y vivía
independiente, sin que me inquietara el deseo de obtener empleos
públicos que no necesitaba para subsistir ni para honrar mí nombre”.
Luego recuerda que el cura Antonio Labarrieta, en el informe que
dirigió al virrey, dijo que él habría tenido uno de los principales
lugares en aquella revolución, si hubiese querido tomar parte en ella,
"y bien sabía Labarrieta -comenta Iturbide- las propuestas que a mí se
me hicieron”.
Ahora bien, en vez de tomar parte en la revolución de
Hidalgo aceptando la oportunidad que se le ofrecía, Iturbide se apresuró
a combatirla. ¿Acusa este hecho que era enemigo de la Independencia o
demuestra únicamente que, como él mismo lo dice, estaba convencido de
que la Independencia no podía obtenerse por los medios puestos en
práctica por Hidalgo? ¿Debemos o no dar crédito a Iturbide cuando dice
que "sí tomó las armas en aquella época no fue para hacer la guerra a
los americano, sino a los que infestaban el país”?
Es un hecho
atestiguado por los contemporáneos -Alamán, entre otros- que el estado
general de la opinión era favorable a la Independencia, "porque era
general la persuasión de que España sucumbiría al poder de Napoleón”-.
El mismo Calleja participaba de esa opinión, según la carta reservada
que el 20 de enero de 1811, después del triunfo de Calderón, escribió al
virrey Venegas, en la que decía:
“Voy a hablar a V. E.
castellanamente, con toda la franqueza de mi carácter: este vasto reino
pesa demasiado sobre una metrópoli cuya subsistencia vacila: sus
naturales y aun los mismos europeos, están convencidos de las ventajas
que les resultarían de un gobierno independiente, y si la insurrección
absurda de Hidalgo se hubiera apoyado sobre esta base, me parece, según
observo, que hubiera sufrido muy poca oposición"
No es creíble que
Iturbide, en quien hemos de reconocer extraordinaria perspicacia para
descubrir el sentido de las corrientes de opinión -y para aprovecharse
de ellas, según lo demostró en 1821 - estuviese en contra de una
Independencia en cuya necesidad todo mundo estaba de acuerdo. Hay, por
otra parte, no pocas pruebas -que expondremos en su oportunidad- de que
en el curso mismo de la lucha contra los insurgentes, Iturbide pensó en
realizar lo que aquéllos no podían conseguir. En consecuencia, si
combatió la revolución de Hidalgo fue por las mismas razones que
tuvieron otros muchos partidarios de la Independencia que también se le
opusieron, o sea porque estaba convencido de que "los planes del cura
estaban mal concebidos" y de que aquel movimiento anárquico y devastador
no podía terminar sino en desastre, como terminó, retardando con ello
la Independencia.
Iturbide se hallaba en el caso de los demás
criollos que pertenecían al ejército: todos eran independientes, y sin
embargo, combatieron a Hidalgo. Felipe Codallos, Anastasio Bustamante,
Luis Quintanar, Valentín Canalizo, Filisola, Arista, Barragán, Sana
Anna, José Joaquín Herrera, etc., militaron también bajo las banderas
del rey y fueron más tarde, bajo la dirección de Iturbide, los que
desligaron a México de España.
No hay incongruencia en la conducta
de ninguno de ellos. Si no se sumaron a Hidalgo fue porque, estando de
acuerdo con el propósito, no lo estaban en el modo de ejecutarlo.
Iturbide en acción.
Iturbide en acción.
No iba con el carácter de Iturbide quedarse quieto cuando los demás
obraban. Se halla en la hacienda de Apeo cuando empieza la insurrección.
El día 20 septiembre recibe noticia de ella, e inmediatamente se dirige
a la capital del reino, donde el virrey Venegas, que ya tenía informes
acerca del valor de este oficial, lo enrola en las filas realistas,
encomendándole la captura de los insurgentes Luna y Carrasco, que habían
atacado la ciudad de Acámbaro.
Iturbide vuelve a Valladolid y
marcha luego a Maravatío, donde organiza una pequeña fuerza. El 12 de
octubre de 1810, un según consta, de su hoja de servicios, con 35
soldados evita la entrada a Maravatío de una partida de 500 rebeldes.
Entre tanto, José Joaquín de Iturbide, con la familia del hijo mayor,
deja la casa de Valladolid y después de visitar la hacienda de Apeo, se
dirige a la ciudad de México. El 17 de octubre, como hemos dicho, entra
Hidalgo con el grueso de su gente a la capital de Michoacán, que es
saqueada. Las chusmas se echaron tumultuariamente sobre las casas de los
principales vecinos (entre ellas las de la familia Iturbide). Allende
tuvo que disparar un cañón contra los saqueadores para contenerlos. Pero
la horda era incontenible. Se cuenta que un amigo del cura Hidalgo le
preguntó en Valladolid, al ver los excesos de los revolucionarios, qué
era aquello que intentaba, y que Hidalgo le contesto: "Más fácil seria
explicar lo que quise que hubiera sido; lo que realmente es, no sé
comprenderlo".
Las Cruces.
Las Cruces.
En octubre 19 de 1810, el virrey
Venegas ordena a Iturbide que una su fuerza a las del coronel Torcuato
Trujillo. Mientras tanto, Hidalgo marcha de Valladolid hacia el valle de
México, a la cabeza de una fenomenal chusma de 80,000 hombres, armados
de lanzas, piedras y palos. El virrey instruyó a Trujillo que lo
persiguiese. Iturbide se unió a la fuerza realista en Toluca. Trujillo
bloqueó el camino de la capital, instalándose en el Monte de las Cruces
con 1,379 soldados todos mexicanos, pues aquélla era una guerra civil,
no extranjera. Tan corto número de soldados debía contener la horda
inmensa, como la llama Bravo Ugarte, compuesta de 80,000 indios, “tan
prevenidos para el saqueo de México, que traían consigo los sacos para
llevarse lo que cogiesen”, dice Alamán. Francamente digamos si era
posible realizar la Independencia con aquella gente que no iba más que
al saqueo y al pillaje, y si había o no razón para oponérsele.
Entre
las laderas cubiertas de pinos se trabó el 30 de octubre una fiera
pelea. Los mexicanos que mandaba Trujillo, abrumadoramente superados en
número por los insurgentes de Hidalgo, tuvieron que retirarse, pero esta
batalla tuvo para ellos el efecto de una victoria.
Desde
Chapultepec, en 6 de noviembre, Trujillo envío un parte al virrey
elogiando la conducta de sus soldados. "Recomiendo a V. E. -decía- a
todos los soldados de cada una de las clases que tomaron parte en esta
gloriosa acción".
Fue ésta la primera acción de guerra en la que
participo Agustín de Iturbide, a quien Trujillo menciono en su parte
diciendo: Cumplió con tino y honor cuanto le mandé, y no se separó de mi
lado en la difícil retirada".
En premio de sus servicios Iturbide fue ascendido a capitán, con mando de la compañía de Huichapan, del batallón de Tula.
Hidalgo se volvió con su horda hacia Querétaro, sin que intentara el
ataque a México. En la retirada se le dispersó la mitad de su ejército.
Sus mermadas fuerzas se encontraron con las de Calleja en San Jerónimo
Aculco el 7 de noviembre, donde la dispersión de los insurgentes fue
completa.
Hidalgo, fugitivo, llegó el 13 de noviembre a Valladolid,
y después de ordenar una degollina de prisioneros español, salió a
Guadalajara, donde organizó su gobierno. En el Puente de Calderón, 17 de
enero de 1811, el nuevo ejército formado por Hidalgo fue derrotado por
el Calleja. Los jefes vencidos se dirigían al norte cuando cayeron en
poder de los realistas, y fueron ejecutados. Pero la revolución no se
extinguió con ellos.
Iturbide en el Bajío.
Iturbide en el Bajío.
Con el batallón
de Tula, del que era capitán, pasó Iturbide a servir en el Sur, a las
órdenes del comandante de Taxco. Enfermó y tuvo que volver al centro.
Con el fin de perseguir a las partidas insurgentes que inundaban el
Bajío de Guanajuato, se destacó del ejército del centro una división al
mando del coronel Diego García de la que formaba parte un batallón
mixto, cuyo mando se confió a Iturbide.
Es el Bajío de Guanajuato
donde Iturbide despliega su genio militar y político. Allí tiene
oportunidad de mostrar su audacia, su sangre fría, su invulnerabilidad a
la fatiga. Cabalga 20 ó 30 leguas, sufriendo hambre o lluvia, y apenas
está quieto unas horas para emprender de nuevo fulgurantes cabalgatas en
pos del peligro. En el Bajío, tierra de domadores de caballos, de
grandes jinetes, sobresale como el mejor de todos, y es entonces cuando
empiezan a llamarle El Dragón de Fierro.
En las noches escribe
cartas, innumerables cartas a sus jefes, a sus amigos y a sus compañeros
de armas, en las que da y pide informes. Se mantienes al corriente de
todo lo que pasa y está atento al curso de las corrientes políticas que
agitan su patria. Duerme poco, y en cada amanecer recobra ímpetus para
marchar contra el enemigo y caer sobre él como un rayo.
Al mismo
tiempo pone en juego todos los recursos de su simpatía personal. Posee
el arte de persuadir. Habla con frases breves y cortantes. Con su valor,
su franqueza, su magnetismo de criollo seguro de sí, se adueña de la
confianza de los que le rodean y despierta la admiración de los que le
conocen. Así va forjando su personalidad de caudillo.
El bandolerismo.
El bandolerismo.
El bajío de Guanajuato está infestado de bandoleros. El más temible de
ellos es Albino - García, El Manco García, nativo de Salamanca, pueblo
que con Valle de Santiago era su base de operaciones, Guerrillero
infatigable, se presentaba de improviso donde menos se le esperaba;
derrotado en un punto y cuando se le creía destruido, aparecía en otro.
Atacaba los convoyes, cortaba las comunicaciones y en cuanto tenía
oportunidad, caía sobre una población desprevenida. Sus segundos eran
Cleto Camacho y Natera. En sus correrías atacó Celaya, taló las
inmediaciones de Pénjamo y obligó a los realistas a retirarse, pasó a
Lagos, se echó sobre Guanajuato y atacó después Irapuato. Aumentaba su
fuerza quitándolas armas a las partidas insurgentes que no se le
sometían. No tenía Albino ningún objeto político. Cuando la junta de
Zitácuaro le exigió que reconociera su autoridad, contestó que no
reconocía “más junta que la de dos ríos, ni más alteza que la de un
cerro". En una ocasión inundó todo el Valle de Santiago, soltando las
compuertas de los vallados en que se recogía el agua para la siembra de
los trigos, inutilizando así los caminos.
Grandes masas de gente del
campo a caballo, de la clase de mestizos y mulatos, armados unos con
lanzas y otros con fusiles y espadas, prontos para atacar y más prontos
para huir, era lo que constituía la fuerza principal de Albino, al que
auxiliaban, cuando intentaba el ataque de un pueblo o de una hacienda,
multitud de indios honderos.
Albino atacaba lo mismo a los
"americanos" que a "los españoles", y "reduciendo su plan a sólo el
saqueo sin mira ninguna política y sin distinción de nacimiento de los
dueños de las propiedades que invadía, obligó a defenderse a todos los
que tenían qué perder”. De allí que, aun los partidarios de la
Independencia, como don José María Esquivel, comandante de Irapuato,
fueran implacables enemigos de Albino García y sus secuaces, entre los
que figuraban Escandón, los González, Salmerón, Los Pescadores y El
Negro Valero.
Captura y muerte de Albino García.
Captura y muerte de Albino García.
En abril de
1812, conducía el coronel García Conde un convoy con plata y ricas
mercancías de Querétaro a Guanajuato. Al llegar a Salamanca se vio
rodeado de la gente de Albino García, que lo atacó. Los arrieros
despavoridos huían dejando las mulas, las que caían muertas o corrían
espantadas por las calles, y los soldados, ocupados en sujetarlas y en
recoger las cargas, no podían atender a la defensa. En los momentos de
mayor peligro, cuando había corrido la voz de que García Conde era
muerto y el coronel Cayre, aterrado, "había perdido la facultad de
discurrir", el capitán Iturbide, con aquella imperturbable serenidad que
era característica suya, se presentó y salvó el convoy, que con algunas
pérdidas siguió su marcha a Irapuato.
En Silao, y para combinar un
plan de operaciones con las tropas de Jalisco, dispuso García Conde que
el capitán Iturbide fuese a Guadalajara a conferenciar con Cruz y con
Negrete. "Marchó Iturbide con 60 realistas de Silao; con esta corta
escolta atravesó por entre las partidas de los insurgentes; desempeño
completa y satisfactoriamente su comisión, y con la viveza y actividad
que le eran geniales, a los 6 días estaba de vuelta en Silao, en el
campo de García Conde. Marcha ciertamente prodigiosa si se consideran
los riesgos a que Iturbide se expuso, y el corto tiempo en que desempeño
su comisión, apenas bastante para el viaje de un correo en tiempos
pacíficos y normales”.
Quedo acordado por medio de Iturbide que
Negrete marcharía contra Albino García, atacándole el 15 de mayo a las
10 de la mañana, cubriendo los caminos que de Parangueo y Yuriria
conducen a Valle de Santiago, y que García Conde haría lo mismo, por el
lado de Celaya. El sagaz Albino, que no sabía leer pero que tenía
instinto militar, olió el intento de sus perseguidores y en vez de
esperar en Valle el ataque simultáneo de García Conde y Negrete, se
adelantó a encontrar a este último en la hacienda de Parangueo, con lo
cual desconcertó los planes del enemigo.
En Parangueo cargó Albino
sobre Negrete con toda su fuerza, poniéndole en mucho aprieto. Al llegar
García Conde, Albino se retiró y perseguido por la caballería, perdió
alguna gente.
Durante 17 días lo persiguieron tenazmente; pero
Albino, enfermo de gota y obligado a caminar en coche o en camilla,
cuando estaban a punto de alcanzarlo montaba con ligereza a caballo, y
huyendo por montes y veredas se volvía ojo de hormiga. García Conde,
cansado de perseguir un enemigo que se le desvanecía como fantasma,
desistió de su intento y volvió a Salamanca, donde supo que Francisco
García, hermano de Albino, estaba con otros capitanes de gavillas
reuniendo gente en Valle de Santiago, dirigiéndose luego a Irapuato, y
de aquí a Salamanca, donde supo que Francisco García, hermano de Albino,
estaba con otros capitanes de gavillas reuniendo gente en Valle de
Santiago, y que Albino no hacía noche en un punto fijo, temeroso de una
sorpresa. Entonces se le ocurrió a Iturbide coger desprevenidos a los
cabecillas en Valle de Santiago, pues era de esperarse que estuvieran
descuidados, creyendo que García Conde se hallaba ocupado en la custodia
de un convoy.
García Conde aprobó la idea y dispuso que la
ejecutara el mismo Iturbide. Salio éste al anochecer del 4 de junio con
160 soldados a caballo, y orden de medir el paso para llegar a Valle al
salir la luna y de que si encontraba partida, matase a todos los que la
compusiesen para evitar que Albino fuese avisado.
Todo lo ejecutó
Iturbide con exactitud. A las 2 de la mañana de junio llegó a Valle,
sorprendió a la avanzada que estaba la entrada del pueblo, fingiendo ser
Pedro García, que se venía a unir con Albino, y ocupo sin ser sentido
las calles y las puertas de las casas en las que los alzados dormían
tranquilamente.
Albino, que creía que Iturbide estaba lejos de Valle de Santiago, despertó a los gritos de: -¡Aquí los granaderos de la Corona! ¡Allá el batallón mixto! ¡Ocupen las bocacalles con los cañones!
Sobrecogidos con estas voces creyeron que toda la división de García
Conde estaba sobre ellos. Albino fue preso, y también su hermano
Francisco, al que llamaba "el brigadier don Panchito". Fueron muertos
como 150 hombres, entre ellos varios jefes principales y muchos de los
bravos a quienes Albino llamaba sus compadres y que formaban su guardia
personal.
Todos los que tomaron parte en esta acción eran mexicanos. Así lo hace notar Iturbide en su informe a García Conde, donde dice: "Para hacer algo de mi parte con objeto de quitar la impresión que en algunos estúpidos y sin educación existe, de que nuestra guerra es de europeos a americanos y de éstos a los otros, digo: que en esta ocasión ha dado puntualmente la casualidad de que todos cuantos concurrieron a ella, han sido americanos sin excepción de persona"
Todos los que tomaron parte en esta acción eran mexicanos. Así lo hace notar Iturbide en su informe a García Conde, donde dice: "Para hacer algo de mi parte con objeto de quitar la impresión que en algunos estúpidos y sin educación existe, de que nuestra guerra es de europeos a americanos y de éstos a los otros, digo: que en esta ocasión ha dado puntualmente la casualidad de que todos cuantos concurrieron a ella, han sido americanos sin excepción de persona"
Iturbide llevó a
Albino García a Celaya, acosado por las guerrillas insurgentes. El 5 de
junio anotó en su diario: "Llegué a Celaya a las cinco y media de la
tarde con los prisioneros después de viajar durante 21 horas sin apearme
de mi caballo".
Albino y tres compañeros suyos, entre ellos su
hermano, fueron fusilados 3 días después. Albino hizo escribir a sus
padres, que eran adictos realistas, pidiéndoles perdón por no haber
querido escuchar sus buenos consejos. También mandó cartas a Canelero y
Secundino, otros cabecillas rebeldes, pidiéndoles que se presentasen a
los comandantes de las demarcaciones respectivas.
Iturbide fue ascendido a teniente coronel el 6 de junio.
Otros encuentros.
Otros encuentros.
García Conde siguió con el convoy a México. En Calpulalpan lo esperaban
los insurgentes de Huichapan con dos cañones, "lo que dio nueva ocasión
a Iturbide de señalar su bizarría". Con una partida de 90 caballos los
atacó, les quitó los cañones y una bandera, mató 80 hombres e hizo 8
prisioneros.
El 20 de junio entró García Conde a México con el
convoy, conduciendo 605 barras de plata del rey y 900 de particulares.
La entrada de la división fue triunfal. Los ojos del público buscaban
con ansia a Iturbide, al que se atribuía con razón todo el mérito de la
captura del temible Albino. La popularidad empezaba a sonreírle.
La
muerte de Albino no produjo la pacificación del Bajío. Otros cabecillas
le sucedieron, como Cleto Camacho y Salmerón. Por aquel tiempo llegó a
Guanajuato José Liceaga, miembro de la junta soberana, con el Dr. Cos.
Los insurgentes volvieron a reunirse en gran número en Yuriria y en el
Valle. Iturbide se dirigió a batirlos con una fuerte división. A marchas
forzadas caminó de la hacienda de San Nicolás a Valle de Santiago,
donde derrotó a las fuerzas de Liceaga (24 de julio), quien se fugó, lo
mismo que el Dr. Cos.
El ataque al fuerte de Liceaga.
El ataque al fuerte de Liceaga.
Liceaga se retiró a la laguna de Yuriria, en cuyo centro había dos
islotes, que Liceaga unió por medio de una calzada. Los fortificó con
una cerca de piedra, foso y estacada. A esta fortificación, considerada
como inexpugnable, le dio Liceaga su nombre, y dentro de ella construyó
varias galeras para fundir cañones, acuñar moneda y fabricar pólvora.
García Conde juzgaba innecesario atacar esta posición, creyendo que
dominadas las márgenes de la laguna, habrían de rendirse sus defensores.
A pesar de esto, Iturbide emprendió el asalto. Empezó por limpiar de
guerrillas el terreno circundante. "Con su actividad genial, destruyó o
dispersó las partidas que en aquellas inmediaciones había, no dejándoles
momento de descanso desde el 9 de septiembre en que empezó las
operaciones, hasta asentar su campo en Santiaguillo, frente a la isla".
Las escaramuzas fueron 19 en 40 días.
El campamento de Iturbide
estaba a tiro corto de cañón de la isla, protegido de los fuegos de ésta
por una loma. Liceaga al aproximarse el peligro, se alejó de la isla,
"pues nunca tuvo fama de valiente", y quedó al mando de ella el padre
José Mariano Ramírez, con 200 hombres. Iturbide hizo construir 8 balsas y
traer 2 canoas. Resolvió el ataque para la noche del 31 de octubre. El
ataque se emprendió por 4 puntos al mismo tiempo, a las órdenes del
capitán Endérica. Los atacantes desembarcaron en la isla, sin mayor
oposición. Cogieron prisioneros al padre Ramírez, al coronel Santa Cruz,
al ingles Nelson, que hacía de ingeniero y dirigió la construcción de
los fortines, y al clérigo Amador, que conducidos a Irapuato, fueron
ejecutados. De los defensores de la isla no se salvó uno solo.
Acción del puente de Salvatierra.
Acción del puente de Salvatierra.
En abril de 1813, el veterano jefe insurgente Ramón Rayón sen dirigió a
Salvatierra, donde se situó el miércoles santo. Rayón fortificó el
puente sobre el río grande, a cuya margen está Salvatierra, así como los
vados inmediatos, abriendo troneras en las paredes de las casas
próximas al río.
Al acercarse Iturbide a practicar un
reconocimiento, fue atacado por los insurgentes, que estaban apoderados
del puente. Iturbide se retiró y fue perseguido. Esto ocurría el viernes
santo (16 de abril). El oficial realista tenía dispuesto el ataque para
el día siguiente, pero al verse atacado, cargó violentamente sobre el
enemigo. El mismo se puso a la cabeza de la columna que acometió por el
puente, y sin dar lugar ni aun a que disparasen los cañones, se apoderó
de ellos y ocupó la ciudad. Rayón se retiró al puerto de Ferrer.
Con
motivo de esta acción se publicó un arrogante parte, firmado por
Iturbide, en el que se habla de que la pérdida de los insurgentes fue de
"350 miserables excomulgados que descendieron a los profundos abismos",
más 25 prisioneros, que fueron fusilados.
Ese parte, que ha dado
lugar a tantas declamaciones contra su autor fue realmente hecho por
Iturbide. Este padecía frecuentemente fuertes jaquecas, que lo obligaban
a echarse en la cama, y cuando terminó la acción del Puente de
Salvatierra, sintiéndose mal, se fue a acostar y encargó al capellán
José Joaquín Gallegos que redactase el parte, el cual firmó sin leerlo.
Cuando se publicó y echó de ver las expresiones chocantes que contenía,
no pudo ya variar lo que había firmado. Esto dice Alamán, historiador
que no suele buscar excusas a los errores de Iturbide.
La acción que
referimos significó para su director el ascenso a coronel del
regimiento de infantería de Celaya y la comandancia general de la
Provincia de Guanajuato, que fue separada de la dependencia del general
Cruz. A la tropa que concurrió a este hecho de armas, que Iturbide
consideró siempre como uno de los más brillantes de su carrera militar,
se le concedió un escudo con el lema: Venció en el puente de
Salvatierra.
El virrey Calleja instruyó a Iturbide respecto a sus
deberes. Lo mantendría informado acerca de sus actividades militares,
limpiaría los caminos de rebeldes, escoltaría convoyes y conservaría sus
hombres en buen estado de disciplina. Debería administrar justicia
pronta lo mismo a civiles que a militares. Parte de las mercancías y
tomadas en las acciones militares debería ser distribuida entre los
soldados que hubiesen intervenido en su captura. Los rebeldes que
cayeran en sus manos serían tratados conforme al decreto del virrey
Venegas. Por último, fomentaría el comercio, la agricultura y la
minería".
Iturbide agradeció la promoción, pero en carta escrita a
su padre por ese tiempo declaraba que su deseo era ver restablecida la
tranquilidad de su patria para poder retirarse del servicio militar,
disfrutar de los placeres de la vida de familia y dedicarse a la
educación de sus hijos, "porque ni los galones, ni las condecoraciones,
ni la adulación con que la fortuna parece lisonjearme, han desterrado
esos placeres de mi mente", escribía.
Iturbide y Morelos.
Iturbide y Morelos.
Entre tanto la insurgencia había hallado un nuevo y valioso jefe en el
cura José María Morelos, quien dio pronta nueva vida al movimiento con
sus triunfos militares y su iniciativa política.
El 6 de noviembre de 1813, el congreso al que convocó Morelos, reunido en Chilpancingo, declaró la Independencia, reconoció al propio Morelos como generalísimo de las fuerzas revolucionarias y depositario del poder ejecutivo. El mismo día decretó el establecimiento de la Compañía de Jesús.
El 6 de noviembre de 1813, el congreso al que convocó Morelos, reunido en Chilpancingo, declaró la Independencia, reconoció al propio Morelos como generalísimo de las fuerzas revolucionarias y depositario del poder ejecutivo. El mismo día decretó el establecimiento de la Compañía de Jesús.
Establecido el congreso y organizado el gobierno, Morelos trató de
ejecutar el plan que hacía tiempo meditaba de apoderarse de Valladolid,
donde establecería la sede del congreso y una base de operaciones para
invadir las provincias de Guanajuato, Jalisco y San Luis, según se
presentase la oportunidad. Lo inducía a este proyecto la esperanza de
realizarlo con facilidad, pues estaba informado de que no había más que
800 hombres de guarnición en la plaza, "y es de creer que también lo
inclinase la afición al lugar en que había pasado sus primeros años".
Sin revelar a nadie sus planes, ordenó la movilización de las fuerzas que operaban en Veracruz y Puebla bajo el mando de don Nicolás Bravo y Matamoros. El mismo salió de Chilpancingo el 7 de noviembre.
Sin revelar a nadie sus planes, ordenó la movilización de las fuerzas que operaban en Veracruz y Puebla bajo el mando de don Nicolás Bravo y Matamoros. El mismo salió de Chilpancingo el 7 de noviembre.
Muy
astutamente combinó sus acciones el generalísimo, de modo que el enemigo
no sospechase su verdadero intento. Pero el alerta Calleja, que estaba
bien informado de los movimientos del jefe insurgente, advirtió su
propósito, y ordeno al general Ciriaco del Llano que marchase a defender
la plaza, previniendo a Iturbide que con las tropas del Bajío se uniese
a Llano en Acámbaro. El ejército así formado se llamaría Ejército del
Norte y estaría bajo el mando del general Llano, como jefe, y del
coronel Iturbide, como segundo.
Morelos, reunidas en Cutzamala las
divisiones de Matamoros, Bravo y Galeana, siguió la dirección del río
Mezcala por la ribera derecha hasta Huetamo y de aquí se dirigió a
Valladolid pasando por su curato de Carácuaro, Tacámbaro y Tiripetío, en
cuya parroquia celebró la fiesta de la Virgen de Guadalupe. En tránsito
se unieron a su ejército Muñiz, Arias, Ortiz y Vargas con sus partidas.
Según el propio Morelos, sus fuerzas ascendían a 5,700 hombres, 30
cañones y una inmensa provisión de municiones. Según otros, el número
total de hombres llegaba a 20,000.
Por el lado contrario, las órdenes del virrey habían sido puntualmente ejecutadas.
Morelos con todas sus fuerzas se presentó en las lomas de Santa María
el 22 de diciembre. Al día siguiente intimó la rendición de la plaza al
comandante Landázurri y escribió una carta a Abad y Queypo en la que,
sin reconocerle su carácter episcopal, lo acusaba de haber contribuido
más que ningún otro a encender la guerra con sus excomuniones y lo
requería para que influyese en el comandante para que rindiera la plaza a
discreción. En seguida dictó sus órdenes para el ataque.
Llano e
Iturbide se encontraban en Indaparapeo la mañana del 23 con la intención
de llegar a Valladolid el 24, ignorando que Morelos estuviese tan cerca
de la ciudad como se hallaba. Recibidos avisos del peligro, apresuraron
su marcha.
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