Recordamos las palabras de su santidad el Papa León XIII, al celebrarse el 400 aniversario de la gesta de Colón:
"Al cumplirse
cuatrocientos años desde que un hombre ligur, con el auspicio de Dios,
llegó por primera vez a las ignotas costas que se encuentran al otro
lado del Océano Atlántico, los hombres desean con ansias celebrar la
memoria de este evento de grato recuerdo, así como ensalzar a su autor. Y
ciertamente no se encontrará fácilmente causa más digna de mover los
ánimos e inflamar las voluntades. En efecto, este evento es por sí mismo
el más grande y hermoso de todos los que tiempo alguno haya visto
jamás; y aquél que lo realizó es comparable con pocos hombres por la
magnitud de su valor e ingenio. Por obra suya emergió de la inexplorada
profundidad del océano un nuevo mundo: cientos de miles de mortales
fueron restituidos del olvido y las tinieblas a la comunidad del género
humano, fueron trasladados de un culto salvaje a la mansedumbre y a la
humanidad, y lo que es muchísimo más, fueron llamados nuevamente de la
muerte a la vida eterna por la participación en los bienes que nos trajo
Jesucristo.
Europa,
atónita por el milagro y la novedad de este súbito suceso, ha conocido
después, poco a poco, cuánto le debe a Colón, cuando debido al
establecimiento de colonias en América, los asiduos viajes, los
intercambios comerciales, los negocios marítimos, se abrió
increíblemente el acceso al conocimiento de la naturaleza, y al bien
común, y creció con ello de modo admirable el prestigio del nombre de
Europa.
Así pues, en
tan grandiosa manifestación de honor, y entre tal sinfonía de voces
agradecidas, la Iglesia ciertamente no ha de permanecer en silencio,
sobre todo cuando ha tenido por costumbre e institución suya aprobar
gustosamente y tratar de fomentar todo cuanto haya visto de honesto y
laudable. Ésta conserva los singulares y mayores honores a las virtudes
más destacadas y que conducen a la salvación eterna del alma. No por
ello, sin embargo, desdeña o estima en poco a las demás; más aún, con
gran voluntad ha solido siempre promover y honrar de modo especial los
méritos obtenidos por la sociedad civil de los hombres, también si han
alcanzado la inmortalidad en la historia. Admirable, en efecto, es Dios
sobre todo en sus santos; no obstante, su divino poder deja también
huellas en aquellos en quienes brilla una fuerza extraordinaria en el
alma y en la mente, pues no de otro lugar viene a los hombres la luz del
ingenio y la grandeza del alma, sino tan sólo de Dios, su Creador.
Hay además
otra causa, ciertamente singular, por la que creemos que se ha de
recordar con grata memoria este hecho inmortal: Colón es de los
nuestros. Si por un momento se examina cuál habría sido la causa
principal que lo llevó a decidir conquistar el mar tenebroso, y por qué
motivo se esforzó en obtenerlo, no se puede poner en duda la gran
importancia de la fe católica en el inicio y realización de este evento,
al punto que también por esto es no poco lo que debe a la Iglesia el
género humano.
En efecto, no
son pocos los hombres fuertes y experimentados que tanto antes como
después de Colón buscaron con esfuerzo pertinaz tales tierras ignotas y
tales aún más ignotos mares. Su memoria es y será justamente predicada
por su fama y el recuerdo de sus beneficios, ya que propagaron los fines
de las ciencias y de la humanidad, e incrementaron la común
prosperidad, no fácilmente, sino con gran esfuerzo, y no raramente a
través de inmensos peligros.
S.S. León XIII |
Ocurre, sin
embargo, que hay una gran diferencia entre aquéllos y aquel de quien
hablamos en esta ocasión. Una característica distingue principalmente a
Colón: al recorrer una y otra vez los inmensos espacios del océano iba
tras algo mucho más grande y elevado que todos los demás. Esto no quiere
decir que no lo moviese en nada el honestísimo deseo de conocer o de
ser bien apreciado por la sociedad humana, o que desdeñase la gloria,
cuyas penas más ásperas suelen estar en los hombres más valerosos, o que
despreciase del todo la esperanza de obtener riquezas. No obstante,
mucho más decisiva que todas estas razones humanas fue para él la
religión de sus padres, que ciertamente le dio mente y voluntad
indubitables, y lo proveyó a menudo de constancia y solaz en las mayores
dificultades. Consta, pues, que esta idea y este propósito residían en
su ánimo: acercar y hacer patente el Evangelio en nuevas tierras y
mares.
Esto podrá
parecer poco verosímil para quien reduzca su pensamiento y sus intereses
a esta naturaleza que se percibe con los sentidos, y se niegue a mirar
realidades más altas. Por el contrario, suele suceder que los más
grandes ingenios desean elevarse cada vez más, y así están preparados
mejor que nadie para acoger el influjo y la inspiración de la fe divina.
Ciertamente Colón unió el estudio de la naturaleza al de la religión, y
conformó su mente a los preceptos que emanan de la íntima fe católica.
Por ello, al descubrir por medio de la astronomía y el estudio de los
antiguos la existencia hacia el occidente de un gran espacio de tierra
más allá de los límites del orbe conocido, pensaba en la inmensa
multitud que estaría aún confusa en miserables tinieblas, crueles ritos y
supersticiones de dioses vanos. Triste es vivir un culto agreste y
costumbres salvajes; más triste es carecer de noticia de mayores
realidades, y permanecer en la ignorancia del único Dios verdadero. Así
pues, agitándose esto en su ánimo, fue el primero en emprender la tarea
de extender al occidente el nombre cristiano y los beneficios de la
caridad cristiana. Y esto se puede comprobar en la entera historia de su
proeza.
Cuando se
dirigió por primera vez a Fernando e Isabel, reyes de España, por miedo a
que rechazasen emprender esta tarea, les expuso con claridad su
objetivo: para que creciera su gloria hasta la inmortalidad, si
determinasen llevar el nombre y la doctrina de Jesucristo a regiones tan
lejanas. Y habiendo alcanzado no mucho después sus deseos, dio
testimonio de que pidió a Dios que con su gracia y auxilios quieran los
reyes continuar en su deseo de imbuir estas nuevas costas con el
Evangelio. Se apresuró entonces a dirigir una carta al Sumo Pontífice
Alejandro VI pidiéndole hombres apostólicos. Allí le dice: confío, con
la ayuda de Dios, en poder algún día propagar lo más ampliamente posible
el sacrosanto nombre de Jesucristo y su Evangelio. Juzgamos que también
debe haberse visto transportado por el gozo cuando al retornar por
primera vez de la India escribió desde Lisboa a Rafael Sánchez que había
dado inmortales gracias a Dios por haberle concedido benignamente tan
prósperos éxitos, y que había que alegrarse y vitorear a Jesucristo en
la tierra y en el cielo por estar la salvación ya próxima a innumerables
gentes que estaban antes perdidas en la muerte. Y para mover a Fernando
e Isabel para que sólo dejasen que cristianos católicos llegaran hasta
el Nuevo Mundo e iniciaran las relaciones con los indígenas, les dio
como motivo el que no buscaba nada más que el incremento y la honra de
la religión cristiana. Esto fue comprendido excelentemente por Isabel,
que entendió mejor que nadie el propósito de este gran varón. Más aún,
se sabe que esta piadosísima mujer, de viril ingenio y gran alma, no
tuvo sino el mismo propósito. De Colón afirmó que con gusto se dirigiría
al vasto océano para realizar esta empresa tan insigne para gloria de
Dios. Y cuando retornó por segunda vez escribió a Colón que habían sido
óptimamente empleados los aportes que había dado a las expediciones a
las Indias, y que habría de mantenerlos, pues con ellos habría de
conseguir la difusión del catolicismo.
De otro modo,
si no hubiese sido por esta causa mayor que toda causa humana, ¿de dónde
podría haber obtenido la constancia y la fortaleza de ánimo para
soportar, incluso hasta el extremo, cuando tuvo que soportar y sufrir?
Sabemos que le eran contrarias las opiniones de los eruditos, los
rechazos de los hombres más importantes, las tempestades del furioso
océano, las continuas vigilias, por las que más de una vez perdió el uso
de la vista. Experimentó guerras con los bárbaros, la infidelidad de
sus amigos y compañeros, infames conspiraciones, la perfidia de los
envidiosos, las calumnias de sus detractores, los grillos que le
impusieron siendo inocente. Por necesidad tendría que haber sucumbido
ante tan grandes sufrimientos y ataques, si no lo hubiese sostenido la
conciencia de la hermosísima tarea, gloriosa para el nombre cristiano y
saludable para una infinita multitud, que sabía que iba a realizar.
Que esto
sucedió así lo ilustra admirablemente cuanto sucedió en aquel tiempo,
pues Colón abrió el camino a América en un momento en que estaba cercana
a iniciarse una gran tempestad en la Iglesia. Por eso, en cuanto sea
lícito considerar los caminos de la Providencia a partir de los eventos
acontecidos, parece que este adorno de la Liguria nació por un designio
verdaderamente singular de Dios, para reparar los daños que en Europa se
infligirían al nombre católico.
Llamar al
género de los Indios a la vida cristiana era ciertamente tarea y misión
de la Iglesia. Y ciertamente la emprendió en seguida desde el inicio, y
sigue haciéndolo, habiendo llegado recientemente hasta la más lejana
Patagonia. Por su parte, Colón orientó todo su esfuerzo con su
pensamiento profundamente arraigado en la tarea de preparar y disponer
los caminos al Evangelio, y no hizo casi nada sin tener como guía a la
religión y a la piedad como compañera. Conmemoramos realidades muy
conocidas, pero que han de ser declaradas por ser insignes en la mente y
el ánimo de aquél hombre. A saber, obligado por los portugueses y por
los genoveses a partir sin ver cumplida su tarea, se dirigió a España y
maduró al interior de las paredes de una casa religiosa su gran decisión
de meditada exploración, teniendo como compañero y confesor a un
religioso discípulo de San Francisco de Asís. Siete años después, cuando
iba a partir al océano, atendió a cuanto era preciso para la expiación
de su alma. Rezó a la Reina del Cielo para que esté presente en los
inicios y dirija su recorrido. Y ordenó que no se soltase vela alguna
antes de ser implorado el nombre de la Trinidad. Luego, estando en aguas
profundas, ante un cruel mar y las vociferaciones de la tripulación,
era amparado por una tranquila constancia de ánimo, pues Dios era su
apoyo.
El propósito
de este hombre se ve también en los nombres mismos que puso a las nuevas
islas. Al llegar a cada una, adoraba suplicante a Dios omnipotente, y
tomaba posesión siempre en el nombre de Jesucristo. Al pisar cada
orilla, lo primero que hizo fue fijar en la costa el sacrosanto
estandarte de la Cruz; y fue el primero en pronunciar en las nuevas
islas el divino nombre del Redentor, que a menudo había cantado en mar
abierto ante el sonido de las murmurantes olas. También por esta causa
empezó a edificar en la Española sobre las ruinas del templo, y hacía
preceder las celebraciones populares por las santísimas ceremonias.
He aquí, pues,
adónde miraba y qué hizo Colón al explorar tan grandes extensiones de
mar y tierra, inaccesibles e incultas hasta esa fecha, pero cuya
humanidad, nombre y riqueza habría luego de crecer rápidamente a tanta
amplitud como vemos hoy. Por todo ello, la magnitud del hecho, así como
la importancia y la variedad de los beneficios que le siguieron,
demandan ciertamente que sea celebrada con grato recuerdo y todo honor;
pero ante todo habrá que reconocer y venerar de modo singular la
voluntad y el designio de la Eterna Sabiduría, a quien abiertamente
obedeció y sirvió el descubridor del Nuevo Mundo.
Así pues, para
que el aniversario de Colón se realice dignamente y de acuerdo a la
verdad, ha de añadirse la santidad al decoro de las celebraciones
civiles. Y por ello, tal como cuando se recibió la noticia del
descubrimiento se dio públicamente gracias a Dios inmortal y
providentísimo por indicación del Sumo Pontífice, así también ahora
consideramos que se haga lo mismo para renovar la memoria de este feliz
evento. Decretamos por ello que el día 12 de octubre, o el siguiente día
domingo, si así lo juzga apropiado el Ordinario del lugar, se celebre
después del Oficio del día el solemne rito de la Misa de la Santísima
Trinidad en las iglesias Catedrales y conventuales de España, Italia y
de ambas Américas. Confiamos asimismo en que, además de las naciones
arriba mencionadas, las demás realicen lo mismo por consejo sus Obispos,
pues cuanto fue un bien para todos conviene que sea piadosa y
gratamente celebrado por todos.
Entre tanto,
deseándoles los bienes divinos y como testimonio de Nuestra paternal
benevolencia, os impartimos de corazón, a vosotros Venerables Hermanos,
lo mismo que a vuestro clero y pueblo, la bendición apostólica en el
Señor.
Dado en Roma, en San Pedro, el día 16 de julio del año 1892, decimoquinto de Nuestro Pontificado.
León PP. XIII"
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