En un clima así, las relaciones entre hombre y cuerpo se deslizan desde el plano del ser al del tener: ya no son las del dueño con el servidor, sino las del usuario con la máquina. Y el hecho de que la máquina sea objeto de una especie de idolatría -como se da muy a menudo en ciertos fervientes del automóvil- no impide, sino que, muy al contrario, lleva a maltratarlo y a abusar de él.
De hecho, las necesidades de nuestro cuerpo -y correlativamente nuestros deberes respecto de él- se reducen a poca cosa: aire, una alimentación sana, un ejercicio moderado, un tiempo de reposo y de sueño.
En vez de esto, ¿qué hacen los materialistas? Tratan a este desgraciado cuerpo como a un vulgar instrumento de rendimiento, de placer y de vanidad.
De rendimiento. Lo sobrecargan con un trabajo excesivo (por ser el ganar dinero el nervio de la civilización utilitaria) y con una utilización del tiempo libre tan trepidante como el trabajo. "Mis vacaciones fueron lucrativas", me dijo uno de mis vecinos al volver, más cansado que al salir, de un largo circuito a través de Europa. "Tanto más lucrativas -respondí- cuanto más kilómetros ha devorado y más dinero ha gastado."
De placer. Digamos más bien de distracciones viciadas que no tienen casi ninguna relación con el sano placer de los sentidos. Se fuerza al cuerpo a comer cuando no tiene hambre, a beber cuando no tiene sed, a estar en vela cuando se cae de sueño; se le llena de humo cuando tiene necesidad de aire puro, etc. Sin hablar de los deportes violentos y desproporcionados a sus fuerzas, en los que el espíritu de imitación y de récord juega a contrapelo con las exigencias del equilibrio y de la expansión física. Ni de los artificios, inspirados por la sed de un placer sin respaldo y sin riesgos, que vienen a trastornar sus ritmos y sus funciones. Testigo de ello -¡signo de los tiempos!- es la desmesurada importancia que han tomado los debates alrededor de la famosa "píldora" que, en unos años ha hecho gastar seguramente más saliva y más tinta que todas las discusiones teológicas de los siglos pasados.
De vanidad. Aquí la lista de los ejemplos es inagotable. Al cuerpo se le exhibe sin pudor como una mercancía en el escaparate. O bien se le martiriza para obedecer a modas absurdas. Pienso en las espectaculares muertes debidas a ciertas curas de adelgazamiento, en las piernas heladas (consecuencias de la minifalda en los países fríos), en los innumerables accidentes (insolaciones, traumas pulmonares o hepáticos) que son el precio del culto bárbaro e incondicional del bronceado.
¿Qué ocurre cuando cae enfermo el cuerpo a consecuencia de esos abusos? Inmediatamente uno se descarga de toda responsabilidad confiándolo a especialistas apropiados; se le atiborra de drogas, se sigue con rigor un régimen, pero de una manera abstracta y "programada", como se obedece al modo de empleo de cualquier mecánica y en una completa ignorancia de "esos lazos tan tiernos y tan violentos" que, según Bossuet, unen el alma con el cuerpo. Y esa disciplina formal dispensa de practicar las viejas virtudes, infinitamente más sutiles y personales, que conciernen a la higiene y a la sobriedad. Aún los cuidados que restan (debido al hecho de que el cuerpo no es intercambiable) irán desapareciendo sin duda, a medida que el banco de órganos, que hoy sólo existe en estado embrionario, disponga de medios lo bastante poderosos como para darnos la salud en piezas sueltas.
Hacer todo esto es quizá adorar el cuerpo (como se adora la tarta de crema o el esquí acuático); lo cual no es, ciertamente, ni amarlo ni respetarlo.
¡Y he aquí a dónde nos conduce el materialismo! El olvido del alma entraña el desprecio del cuerpo. Se descuidan, en la medida en que se hace de él un ídolo, las atenciones elementales que se deben a un servidor. En las antípodas de este clima de falsa exaltación y de verdadero desprecio, el Apóstol nos enseña que el cuerpo es el templo del Señor. Pero para saberlo y, sobre todo, para vivirlo, hay que acordarse de que se tiene un alma y reconocer que hay un Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario